Frente al retrato esclarecedor que hace de Alonso Quijano –“hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor (…) Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto el rostro…”, además de describirlo en otro momento como “hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos”– Cervantes despacha escuetamente a Sancho Panza, apenas dibujado en el capítulo 9 de la primera parte del Quijote como hombre con “la barriga grande, el talle corto y las zancas largas”, esbozo que se corresponde mal con la imagen acuñada del fiel escudero en la psique universal, que le tiene por rechoncho. Es a Gustavo Doré, y a su extraordinaria ilustración de las aventuras y desventuras del caballero andante, a quien debemos esa idea física de Sancho que se ha convertido en canónica. Tenía razón el barón Davillier en incitar a su amigo a viajar con él y conocer España para que a su regreso, reverdeciendo los laureles ya ganados con la ilustración del Infierno de Dante y los Cuentos de Perrault, trazara “mil recuerdos en el lienzo y en la madera”, de modo que “tu nombre, unido al de Cervantes, irá una vez más en buena compañía”.
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