Como sabemos, el barón Davillier era un asiduo de España, al contrario que Gustavo Doré. La primera gran ciudad en que recalan en su viaje de 1862 es Barcelona, a la que encuentran gran parecido con Marsella, “la misma actividad, la misma mezcla de naciones diversas, la misma ausencia de un tipo definido en una y otra”. Incluso echan de menos la imagen estereotipada de la mujer española: “Las mantillas se ven raramente y hemos intentado en vano, creyendo a Alfredo de Musset, descubrir una andaluza de piel morena”. Adelanta Davillier que así ataviadas las españolas “cada vez son más raras en la misma Andalucía”. Para no defraudar las expectativas del lector, promete que harán lo posible por capturar esa ansiada imagen: “Doré no dejará de presentar las que veamos”. Pronostica el barón que “un día vendrá en que los ferrocarriles surcando toda España las harán desaparecer por completo”. Es decir, que la modernización, ya en marcha con el despliegue del ferrocarril, será el fin de ese tipo popular.
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El barón Davillier y Gustavo Doré en su Viaje por España entraron en nuestro país por el paso de La Junquera, frente a la habitual llegada de los viajeros románticos por el extremo occidental pirenaico, imantados por la catedral de Burgos. El cruce de la frontera lleva de inmediato a Davillier a hacer una rápida y corta exposición sobre la lengua catalana, sin detalles ni explicaciones sociológicas o antropológicas, como corresponde a la circunstancia de la época. “Henos aquí, en España, o por mejor decir en Cataluña”, escribe el barón, haciendo perceptible diferencia entre el todo y la parte. “Los catalanes se diferencian bastante del resto de los españoles. Tienen su dialecto particular que se aproxima mucho a la lengua limousine de la Edad Media. Este dialecto tiene sus gramáticas y sus diccionarios y también sus poetas”.
Por lengua lemosina se refiere en sentido lato al habla del Midi francés, en puridad la lengua occitana, resucitada literariamente hacia mediados del XIX en su variante provenzal por Federico Mistral y de siempre fragmentada en diversos dialectos.
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Francia es tierra feraz en hispanistas desde larga data. Entre ellos no se ha hecho debida justicia al barón Charles Davillier, Caballerizo Mayor de Napoleón III, erudito, anticuario e hispanófilo hasta el extremo de que en la hora de su muerte, en 1883, se le despidió como “el francés más entusiasta admirador de España”. Davillier arrojó luz en la Europa de la segunda mitad del XIX sobre las artes decorativas españolas y en sus obras se empeñó en romper estereotipos y prejuicios sobre España, muy en particular con su sensacional para aquellos tiempos L’Espagne (Hachette, 1874) , traducido rápidamente al italiano, al inglés, al danés, al alemán… y no dado a la imprenta española hasta 1949, de donde Ediciones Castilla lo sacó con el título Viaje por España. Cuenta Arturo del Hoyo en su magnífico estudio previo para aquella primera edición española cómo el barón Davillier convertía cada lunes su palacete parisino en el 18 de la rue Pigalle en un salón artístico donde se citaban pintores, poetas, eruditos, críticos, directores de museos, coleccionistas… Davillier recuerda, además, cómo se improvisaban también en su residencia algunas tardes españolas: “A menudo Fortuny venía a comer a mi casa en compañía de su mujer, de su cuñado Madrazo y de algunos amigos españoles. Toda etiqueta era desterrada de nuestras reuniones y la tarde la pasábamos charlando o cantando seguidillas, jotas y malagueñas (…) Gustavo Doré se contaba a veces entre nosotros (…) Entre dos rondeñas se discutía sobre la forma de una espada o de una armadura del siglo XV. Fortuny y Béaumont se quitaban el uno al otro el lápiz y las hojas de papel se cubrían de esbozos”.
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