Se cumple en 2023 el centenario del estreno de El retablo de maese Pedro de Manuel de Falla, una ópera para marionetas basada en el capítulo XXVI de la 2.ª parte del Quijote. En este portal, el Instituto Cervantes quiere, con la colaboración de la Fundación Archivo Manuel de Falla, celebrar la andadura de esta composición que situó a su autor en el olimpo de los neoclasicismos europeos con un lenguaje propio, marcó en buena medida el camino de la música española en las décadas siguientes y sintetizó como probablemente ninguna otra obra de creación ha hecho nunca el alma, fondo y forma, de la obra cervantina.
El lugar para el que se escribió El retablo de maese Pedro —el salón de la princesa Edmond de Polignac— era pervivencia extraordinaria y plena de modernidad de los salones culturales del siglo XIX. Fue punto de encuentro de músicos, pintores y escritores, y referencia capital de un distinguido reducto de la música y el arte de su tiempo.
La princesa encargó piezas notables a Satie, Stravinsky, Falla, Milhaud, Poulenc… y entre sus habituales invitados se contaban Isadora Duncan, Claude Monet, Jean Cocteau, Serge Diaghilev, Paul Valery o Pablo Picasso.
Allí se estrenó el 25 de junio de 1923 El retablo de maese Pedro con escenografía y títeres creados por Hermenegildo Lanz, Manuel Ángeles Ortiz y Hernando Viñes, y las voces de Hector Dufranne (Don Quijote), Thomas Salignac (Maese Pedro) y el niño Manuel García (Trujamán) con la Orquesta de Conciertos Golschmann. Tres meses antes, el 23 y 24 de marzo, se había presentado en versión de concierto en el Teatro San Fernando de Sevilla con un grupo de músicos reunidos por el maestro de capilla de la Catedral, Eduardo Torres, y dirigidos por el propio Manuel de Falla: fue la primera piedra de la creación, al año siguiente, de la Orquesta Bética de Cámara, que hoy continúa aquella andadura.
En la partitura, Manuel de Falla recurre, según sus propias palabras, a «la sustancia de la vieja música, noble o popular, española», desdoblándola con procedimientos diferentes según la época en la que en cada momento la acción transcurre: la historia del romance que se representa en el retablo y la, más cercana, de los personajes (Don Quijote, Maese Pedro…) que asisten o hacen posible la representación, a lo que —quizá asumiendo el alma y papel de Cervantes— Falla añade modelos del Renacimiento y el Barroco. Su indagación incluyó también la sonoridad de los instrumentos antiguos; fruto de ello, y de su amistad con Wanda Landowska, fue la inclusión en el conjunto instrumental del clave, resucitado «hoy por primera vez en una obra moderna», según celebraba ella misma, orgullosa, en el programa de mano del estreno.
Hay otro vértice significativo de esta creación. Si Cervantes reúne en una venta a un grupo de espectadores, entre ellos a Don Quijote y Sancho, que asisten a una función de títeres. tres siglos después, Manuel de Falla convirtió también en títeres a esos espectadores y al propio maese Pedro y su trujamán: títeres cantando y asistiendo a una (otra) función de títeres; una vuelta de tuerca más en el juego entre realidad e ilusión en el que la obra nos atrapa.
El retablo de maese Pedro pronto superó en repercusión el éxito que Falla había obtenido junto a Massine, Picasso y Les Ballets Russes con El sombrero de tres picos. Esta cuidada excentricidad teatral, tras su estreno en París, vivió nuevas representaciones, con diversas puestas en escena: en Bristol ya en 1924 (dirigida por Malcolm Sargent); en Sevilla o Barcelona, entre otras ciudades españolas; en Nueva York (donde fue dirigida por Willem Mengelberg, con títeres de Remo Bufano) en 1925; en Ámsterdam (de nuevo Mengelberg, con dirección de escena de Luis Buñuel, que se estrenaba en el oficio); Zúrich (con diseños de Otto Morach) en 1926; Colonia y Granada en 1927; nuevamente París (Opéra-Comique, con diseños de Ignacio Zuloaga) en 1928; en Chicago en 1931, en Venecia en 1932 y un largo etcétera que cien años después sigue seduciéndonos y ensanchándose.