En España, tierra de desmesura y emociones, los viajeros del XIX se movían con la incertidumbre de si serían o no asaltados en los caminos. El barón Davillier y Doré anduvieron con esa mosca tras la oreja, aunque inclinados hacia el lado de la tranquilidad. “Los buenos tiempos de los bandidos habían pasado ya” en la hora de su periplo de 1862, escribe el barón en Viaje por España, donde al hablar del asunto emplea constantemente el pasado. “Existían sólo como recuerdo o leyenda”.
Aun así quedan algunas emociones indirectas o imaginadas. “Los senderos abruptos que recorríamos tenían un aspecto muy poco tranquilizador, y muchas veces nos decíamos que tal cueva, tal roca o tal barranco habrían servido de admirable decorado para la partida de José María [El Tempranillo], de Ojitos [jefe de Los Siete Niños de Écija] o de algún otro famoso capitán de bandoleros”, anota Davillier antes de dar cuenta de restos elocuentes de un pasado no muy lejano: “Es probable que el camino de Alhama [de Granada] a Vélez Málaga haya sido el teatro de más de un drama salvaje, pues encontrábamos frecuentemente cruces de madera bastante inquietantes. Estas cruces, que se llaman milagros, han sido levantadas al borde del camino para perpetuar el recuerdo de un asesinato, y van ordinariamente acompañadas de un pequeño rótulo que lleva esta palabras: “Aquí mataron a…”, o bien: “Aquí murió… de mano airada”, inscripciones que pueden dar que cavilar a pacíficos viajeros desprovistos, como nosotros lo estábamos, de armas defensivas”.
Es la atmósfera y la geografía de Archidona, de Antequera y de su inmediata serranía de Ronda [Ver pp. 6-11] las que ponen a prueba la cualidad de hispanista y viajero bragado de un Davillier que sin haber visto bandido alguno ni haber asistido a ningún asalto derrocha colorista conocimiento de la materia para solaz de lectores y de contertulios de su residencia de la rue Pigalle. “Estas sierras salvajes servían de refugio a muchas bandas que asaltaban impunemente a los viajeros, y ante las cuales la fuerza pública era a veces impotente”, comienza su relato nuestro barón. “Normalmente, el jefe de la partida era un joven al que los celos, el despecho o algún asunto amoroso habían empujado al asesinato, y que perseguido por la justicia buscaba refugio en las montañas más desiertas. Lo más frecuente es que no fuera al principio más que un simple ratero, ladrón que vive aislado, ataca sólo a los viajeros que no llevaban armas y evita cuidadosamente a los alguaciles, miqueletes y otros representantes de la Justicia. Pero pronto el ratero se aburría de trabajar solo, se asociaba con algunas gentes de vida airada que se habían puesto como él en abierta rebeldía contra la sociedad, y convertido en jefe de la banda, capitán, atacaba con los bandoleros, sus vasallos, los convoyes, las diligencias, las granjas aisladas y algunas veces incluso los pueblos”.
Casi la guerra. Se recrea Davillier en el retrato, con lujo de detalles, tanto físicos como de atuendo, de esa encarnación del personaje romántico español por excelencia. “El capitán de bandoleros era comúnmente un hombre moreno, ágil y robusto, bien empatillado. Su cabeza, de pelo corto, iba cubierta con un pañuelo de seda de chillones colores (…) y encima el sombrero calañés, recargado con muchas bolas de seda negra” y prosigue su minuciosa descripción hasta llegar a “las elegantes botas de cuero bordado (…) de las que colgaban largos y delgados flecos de cuero”. Preciosista retrato –seguro que embellecido en exceso y en el que se recreó gloriosamente Doré– que no pasa por alto las herramientas de trabajo: “En los pliegues de una ancha faja de seda que ajustaba su cintura se hundían dos pistolas cargadas hasta la boca, sin perjuicio de un afilado puñal y de un cuchillo de monte, cuyo mango de cuerno se ajustaba al cañón de la escopeta”.
Un bandolero comme il faut debía moverse a caballo, nos dice Davillier, que pasa de inmediato a su dibujo literario. “Un vigoroso potro andaluz de larga crin adornada con aparejos de seda y cuya cola estaba rodeada con una especie de cinta que los andaluces llaman atacola”, dice, despertando las ganas de montar al apoltronado lector. “De una manta de mil rayas chillonas bailaban sus innumerables pompones de seda a ambos lados. No hay que decir que el inevitable trabuco malagueño, abocardado, colgando con la culata hacia arriba del gancho de una silla árabe, completaba el armamento del bandolero”.
Casi dan ganas de dejarse asaltar por semejante personaje. En previsión de tal incidencia en el azaroso camino y para salir con bien del empeño nuestros protagonistas llevaba consigo “siguiendo el consejo de un autor inglés, relojes de plata y cadenas de bisutería” con que satisfacer las expectativas del bandolero de turno. Daviller explica que la operación clásica del bandolero era el asalto a la diligencia. “Tan pronto como los centinelas anunciaban su llegada, la partida cerraba el paso en el camino, y los caballos eran derribados o desenganchados. Se ordenaba a los desgraciados viajeros que bajasen y se colocaran boca abajo, atándoseles entonces los brazos detrás de la espalda. El capitán daba enseguida orden de “visitar los equipajes”, se registraba a los viajeros, y tras haber amenazado de muerte al que se moviera antes de que hubiera transcurrido media hora, la partida alcanzaba a galope tendido su refugio, donde se repartía el botín”.
El próximo lunes hablaremos de qué pasaba con ese botín y de la suerte que corrieron bandoleros de aquel siglo XIX cuyos nombres han llegado bien vivos hasta nuestro XXI.
Otras entradas de esta serie:
Los lunes del barón Davillier (1)
Los lunes del barón Davillier (2). De franceses hispanoblantes y de loros francófonos.
Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas.
Los lunes del barón Davillier (4). De una Barcelona sin Gaudí.
Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.
Los lunes del barón Davillier (6). Del verdadero plato nacional… y no es la paella.
Los lunes del barón Davillier (7). Del animal enciclopédico y calumnias vengadas.
Los lunes de Davillier (9). De Los Siete Niños de Écija a José María el Tempranillo.
Los lunes de Davillier (10). De los toros como “cosa española por encima de todas las otras”.
Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida
Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas
Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje
Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’
[…] Los lunes de Davillier (8). De cómo buscar emociones imaginando bandoleros de leyenda. […]
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