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Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje

El 12 de diciembre de 2011 en Fondo antiguo, Libros, Viajes por | 5 Comentarios

Gustavo Doré en un grabado de Baude a partir de una fotografía de Nadar.

 “1861. Veintinueve años. A la edad en que otros artistas no hacen más que entrever los rumbos de su personalidad definitiva, Doré, como si una oscura premonición le hubiese advertido desde siempre lo breve que va a ser su vida, se encuentra ya plenamente hecho y orientado, con un ciclópeo trabajo a sus espaldas. Desde ahora va a realizar sus obras definitivas, va a abordar con seguro pulso, una por una, la ilustración de los libros de la humanidad. Comienza por El Infierno, del Dante. Consolida, en un segundo viaje a España con el barón de Davillier, su primitiva impresión de la Península; y de ese largo y meditado viaje salen no sólo las ilustraciones del libro de su compañero, sino la penetrante intuición de tipos, costumbres y paisajes que va a hacer de él enseguida el primer ilustrador del Quijote”.

Son palabras de Antonio Buero Vallejo, que dedicó al teatro un alma creadora que se asomó primero a la pintura, en el estudio crítico-biográfico sobre Gustavo Doré que acompañó en 1949 a la primera edición española del Viaje por España del barón Charles Davillier realizada por Ediciones Castilla. Doré ya había tenido una primera impresión, aunque fugaz, de España en 1855, en “un presuroso recorrido por algunos puntos de la frontera y de la costa vasca tomando apuntes para ilustrar el Viaje a los Pirineos de su viejo condiscípulo Taine, que la casa Hachette le ha encargado”, explica Buero.

Aquel 1861 fue el año en que Doré y su amigo el barón –“le había dicho más de cien veces que él era el pintor que debía darnos a conocer España”, contaría Davillier– decidieron embarcarse en una nueva aventura española, recogida a partir del año siguiente y hasta 1873 en la revista Le Tour du Monde, una de las más importantes de viajes publicadas en Europa en la segunda mitad del XIX. En aquellas páginas lo que mandaba eran las ilustraciones: el nombre del reconocidísimo Doré, con su lapicero romántico, tiene preeminencia sobre el del barón y sus interesantes aportaciones escritas.

“Considerar el Viaje como un mero repertorio gráfico pintoresco sería erróneo: sus dibujos no se limitan a reflejar, sino que sugieren”, advierte Buero, que enseguida sale al paso de quienes puedan protestar por la imagen que los otros se hacen y dan de España. “La España pintoresca no es una invención artificial ni superficial de los extranjeros ante el espectáculo de nuestra patria; por muy incompleta o discutible que se considere tal visión es la de la propia España (…) Deberíamos acabar definitivamente con la imputación de esa visión española a los extraños. En los aspectos más deleznables como en los más altos la hemos hecho nosotros; y Doré no efectúa con sus dibujos ninguna deformación, sino que transcribe con evidentes coincidencias la visión española romántica de Bécquer, Villaamil, Lucas y el mismo Goya”.

Doré retrata en 309 imágenes aquella España que él y Davillier contemplaron con delectación, sin prisa, en profundidad y con ojo de artista. Buero se descubre ante el “innumerable fárrago gráfico del Viaje” y “sin posibilidad de reseñarlo íntegramente” por su dimensión opta por el comentario sucinto de las creaciones de Doré, el mismo enfoque que aquí emplearemos nosotros.

Toros en la Plaza Mayor.

En lo referido a los toros, que ya vimos eran considerados por Davillier como cosa española por encima de todas las otras y motivo con el que Doré enriquece los capítulos de Valencia, Madrid, Valladolid, Sevilla y Cádiz, el artista “va a darnos una tauromaquia personal, vigorosísima, de audaces inexactitudes y profundamente española (…) se aplica sagazmente a aquellas cosas en las que nuestro propio lenguaje taurino desvela la deformación interna con que todo aficionado verdadero ve los incidentes de la fiesta”. 

Bolera andaluza con su madre.

Buero encuentra cierta irregularidad en el retrato de la española que hace Doré, unas veces apenas entrevista tras las cortinas de los balcones, “presencia misteriosa y prometedora”, y otras reflejada como “un sueño del  incorregible sentimental Gustavo”,  tal y como aparece en Una velada musical en Granada . “Preferimos la veraz y asainetada visión de la Bolera andaluza y su madre (*) ambas vestidas a lo elegante, de fresca belleza y expresión falsamente inexperta la una y de aspecto soez, práctico y resuelto la otra”.

Adelina Patti.

Ya habíamos visto a Davillier y a Doré entusiasmados de la belleza de la mujer española y Buero cuenta  cómo “vibrándole los nervios todavía por el encanto dulce y ardiente de las andaluzas, he aquí que se encuentra, triunfando en la Ópera de París, la más deliciosa española que pudiera soñarse”, la cantante Adelina Patti. “Se ven con frecuencia y se visitan mutuamente. Doré hace llorar su violín para ella y la enseña algunas canciones española que ha recogido en su último viaje”.

“En el domicilio de Rossini, bajo la bondadosa mirada del maestro, una tiple de veintiocho años y un dibujante de treinta y cuatro hacen música a dúo y piensan tal vez, fugazmente, que son dos grandes artistas nacidos el uno para el otro. Y deben de pensarlo de una manera cada vez más intensa, pues el tiempo pasa y la amistad crece…”, hasta que entre ambos se interpone otra andaluza, la emperatriz Eugenia de Montijo. “Frente a ella nada cabe hacer”, constata Buero. Eugenia convence a su amiga Adelina de que entre un artista, por famoso que sea, y el marqués que ella le tiene reservado no hay duda posible. “Este hombre tan lleno de sueños viene a estrellarse inesperadamente contra uno sueños más poderosos que los suyos”.

Granada. Cuevas de los gitanos en el Sacromonte.

“Grutas de gitanos en el Sacromonte es un dibujo maestro”, juzga el hombre que dejara otro dibujo maestro para la historia, el retrato al carboncillo más conocido de Miguel Hernández, realizado en 1940 cuando ambos estaban presos y condenados a muerte por su apoyo a lado republicano durante la Guerra Civil. “La escena languidece bajo la luz natural del sol y está cuajada de gitanos, niños piojosos y cerdos en promiscuidad. En ella vemos marchar de espaldas a una pareja que es como la respuesta de la juventud gitana a la vejez, ayer consejera y hoy desvalida: una joven conduce a un anciano que camina a lentos pasos.”

Barcelona. Mendigos en el claustro de la catedral.

A Buero le parece que “Mendigos en la puerta de la catedral de Barcelona es uno de los dibujos capitales del libro. Además de la gran hermosura del estilo y su briosa composición naturalista, refleja la prestancia, la fanfarrona dignidad de los pedigüeños con una sobria y cruda contundencia que permite adivinar el senequismo interior que los sostiene”.

“Éramos un país pobre y había que ingeniárselas para conquistar el puchero. De tan crudo aprendizaje, los niños del pueblo tampoco se salvan”, escribe Buero poco después de señalar cómo alguna escena de dolientes y sufridos tipos españoles recogida por Doré “suscita la misma emoción de las comedias bárbaras de Valle Inclán”.

Cardos de la Mancha.

Pero había niños y niños. Y si en Valencia los hay que se pelean a naranjazos, son “afortunados al lado de los niños manchegos protagonistas de la magnífica lámina Los cardos de la Mancha. Entre las gigantescas matas espinosas que un borriquillo prueba, cerca de los molinos del fondo, los pobres rapaces sucios de polvo juegan como pueden bajo el sol de esta naturaleza tan poco acogedora. Algunos perros familiares son sus compañeros de holganza. Por la extraordinaria calidad de la factura, la vitalidad del dibujo de niños y animales y por lo tremendo del contraste entre la alegría infantil y la dura realidad que le rodea, acaso sea éste el mejor grabado del libro”

Miranda. Pastor castellano.

Encuentra Buero que “la caracterización de los tipos regionales es muy diversa y desigual” en el corpus hispanodoreano. Echa de menos, por ejemplo, la presencia de catalanes: “El interesante Garrote en Barcelona  –tan claramente influido por Goya— no tiene otra cosa catalana que el título”. Y dice que “los castellanos no están suficientemente representados”, si bien valora que el “Pastor castellano de Miranda, con su gran palo, su manta terciada y sus almadreñas es un tipo de absoluto realismo”. Por razones que no explica, el crítico encuentra “natural que a pesar de su penetración, Doré no tuviese los ojos suficientemente educados para darnos una verdadera galería racial en el aluvión de grabados de su viaje. Ha hecho lo bastante con acertar a veces y evitar los errores tipológicos casi siempre”.

Calatayud. Barrio de la Morería.

“Mayor intuición muestra en el reflejo de ambientes y paisajes, donde su aparatosidad romántica no le impide recoger la sobria sencillez de muchos suelos nuestros con insuperable maestría”, certifica Buero, que también encuentra laminas de aire realista, sea en Despeñaperros, Pancorbo o en Ronda. “La mayoría de los paisajes pertenecen a esta factura y dos o tres de ellos hechos a vivos golpes de lápiz, como arañazos, cuentan entre los más hermosos y expresivo que Doré haya podido dibujar en su antiacadémico estilo. Acaso el mejor sea el pequeño grabado del Barrio de la Morería en Calatayud, por cómo la soltura del trazo ha sabido armonizarse con las calidades de la rocas y el caserío”.

Mérida. Circo romano.

Naturalmente, en un viaje como el que hacen Davillier y Doré y con el encargo de contar lo que ven a los lectores de Le Tour du Monde es crucial, y muy numerosa, la presencia de monumentos de la siempre mágica y exótica tierra española. Como la producción es exigente, Doré mezcla obra exclusivamente suya con otras mixturas de colaboradores e  imágenes puramente mecánicas, carentes de valor artístico, y que no aparecen firmadas, como nos alerta Buero. Del primer grupo le llama la atención a Buero las ruinas romanas de Mérida, “un dibujo ovillado, de rica entonación, donde nada hay de frío o fotográfico”. La vista de Segovia que ya conocimos la pasada semana “responde al mismo tipo”.

Buero Vallejo califica de “admirable conjunto” la obra con que Doré complementa el texto de Davillier. “Tan español que, no obstante el tiempo transcurrido y la condición de extranjero de su autor, en él reconocemos sin vacilar las cosas y los hombres de nuestra patria”, subraya.

Con ello concluye nuestra versión del Viaje por España, aperitivo tentador para que los lectores interesados se enfrasquen en la obra completa que tenemos disponible para el préstamo en nuestra biblioteca. La edición de Viaje por España de 1998, en dos volúmenes, de la editorial Miraguano  y la que dedicada sólo a Andalucía, Viaje a Andalucía, publicada en 2009 por la editorial Renacimiento, con comentario introductorio de Alberto González Troyano.

Puesto que parte sustancial del motivo del viaje fue que Doré conociera a fondo las tierras y tipos de España para así mejor ilustrar el Quijote, la semana que viene cerraremos definitivamente estos Lunes del barón  Davillier con sus ilustraciones para la obra de Cervantes y la opinión que en su día merecieron al gran Antonio Buero Vallejo.

(*) En ocasiones el título que Buero da a la obra no coincide con el que hace de pie de la ilustración en la edición española.

Otras entradas de esta serie:

Los lunes del barón Davillier (1)

Los lunes del barón Davillier (2). De franceses hispanoblantes y de loros francófonos.

Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas.

Los lunes del barón Davillier (4). De una Barcelona sin Gaudí.

Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.

Los lunes del barón Davillier (6). Del verdadero plato nacional… y no es la paella.

Los lunes del barón Davillier (7). Del animal enciclopédico y calumnias vengadas.

Los lunes de Davillier (8). De cómo buscar emociones imaginando bandoleros de leyenda.

Los lunes de Davillier (9). De Los Siete Niños de Écija a José María el Tempranillo.

Los lunes de Davillier (10). De los toros como “cosa española por encima de todas las otras”.

Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida

Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas

Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’

 

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