Frente al retrato esclarecedor que hace de Alonso Quijano –“hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor (…) Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto el rostro…”, además de describirlo en otro momento como “hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos”– Cervantes despacha escuetamente a Sancho Panza, apenas dibujado en el capítulo 9 de la primera parte del Quijote como hombre con “la barriga grande, el talle corto y las zancas largas”, esbozo que se corresponde mal con la imagen acuñada del fiel escudero en la psique universal, que le tiene por rechoncho. Es a Gustavo Doré, y a su extraordinaria ilustración de las aventuras y desventuras del caballero andante, a quien debemos esa idea física de Sancho que se ha convertido en canónica. Tenía razón el barón Davillier en incitar a su amigo a viajar con él y conocer España para que a su regreso, reverdeciendo los laureles ya ganados con la ilustración del Infierno de Dante y los Cuentos de Perrault, trazara “mil recuerdos en el lienzo y en la madera”, de modo que “tu nombre, unido al de Cervantes, irá una vez más en buena compañía”.
Doré (1832-1883), además de gran artista, fue un hombre de suerte en la vida, al que no se puede regatear ningún merecimiento. Lo contario le ocurrió a Daniel Urrabieta Vierge (1851-1904), ilustrador español nacido en Madrid, desplazado muy joven a París, donde se radicó e hizo vida y obra, tan apreciado en aquel tiempo que se llegó a decir de él que era como si Durero hubiera resucitado. Su obra aparece en revistas a ambos lados del Atlántico, desde la Ilustración Española y Americana al Harper’s estadounidense pasando por la británica Illustrated London News o la francesa Le Monde Illustré. Es posible que personaje tan rutilante frecuentara el círculo del hispanista Davillier en la rue Pigalle si pensamos en los amigos comunes (Madrazo, Fortuny, Rico, José María de Heredia), pero no tenemos constancia de ello.
Daniel Vierge, como optó por llamarse artísticamente, afrancesando su firma, ilustrador de Víctor Hugo, Beaumarchais o Merimeé y de la primera edición francesa del Buscón quevedesco, sufrió un devastador golpe de la fortuna en 1887, cuando una hemiplejía le dejó sin habla y le paralizó la parte derecha del cuerpo. Aquel ataque frenó dramáticamente una carrera que apuntaba a lo más alto. No obstante, como portento de la naturaleza que era, Urrabieta Vierge desplazó su fuerza creadora a la mano izquierda, tras casi una década de esfuerzo titánico por domarla, y así viajó durante mes y medio por la Mancha en 1896 con el encargo de preparar una ilustración del Quijote que sale en Londres en 1906, en París tres años más tarde y que en España saca Salvat a partir de 1916. “Cervantes que ha tenido para su Quijote tantos glosadores plásticos, pudo encontrar en su compatriota, como él manco, como él artista y como él aventurero, un ilustrador excepcional”, escribiría Edmundo de Goncourt del empeño.
Pero el hecho es que entre la ilustración moderna, de la que pasa por ser el padre Urrabieta Vierge, y la más expansiva y anterior de Doré, son el Don Quijote y Sancho concebidos por el compañero de Davillier e iluminador de su Viaje por España los que se ha convertido en la encarnación de los personajes cervantinos. Urrabieta murió sin llegar a concluir el plan concebido para el Quijote y hoy sigue siendo a todos los efectos un desconocido en España, donde hubo que esperar a 2005 para que se hiciera un intento de recuperar su memoria con sendas exposiciones en el Cuartel del Conde Duque y en la Calcografía Nacional al calor, precisamente, de IV Centenario del Quijote.
“¿Urrabieta Vierge o Gustavo Doré?” se pregunta Antonio Buero Vallejo en el estudio crítico-biográfico que enriqueció la primera edición española, en 1949, de Viaje por España. “Sin intención de fallarlo, aventuraremos algunas consideraciones. En lo referente al estilo y la calidad de la factura estamos por preferir la fina autenticidad de los dibujos de Urrabieta, frente a los que el estilo de Doré queda siempre un poco confuso y amazacotado”.
“Mas el ilustrador francés posee otras ventajas”, agrega Buero. “Su devoción al texto es menos literal, pero también menos externa. Urrabieta nos ha dado insuperablemente la superficie ambiental del Quijote; la creación del tipo del caballero deja en cambio bastante que desear. Le falta exactitud fisiológica y estoicismo. La ilustración del Quijote de Urrabieta es la genial trasposición plástica de una novela picaresca o de costumbres, más no tienen la suficiente melancolía”.
“Doré es más incorrecto, pero más penetrante. La figura de su hidalgo llega a adquirir grandeza senequista y el dibujante tiene los ojos muy abiertos para el fondo dramático del libro, tanto como para sus perfiles humorísticos. Acaso es menos perfecto que Urrabieta, pero es más humano”, opina quien primero fuera dibujante y luego acabará por entrar en la historia de la literatura española del siglo XX como dramaturgo. “Lo cual ciertamente, no resuelve la disyuntiva. Nos sirve tan sólo para comprender mejor el mérito de su Quijote”.
“El protagonistas principal ha sido comprendido por Doré enteramente”, nos asegura Buero, antes de decirnos por qué. “El conocidísimo grabado inicial donde vemos a Alonso Quijano enfrascado en su libros, declamando para el hipotético mundo de gigantes, caballeros, enanos y doncellas menesterosas que le rodean en loco torbellino, es, por decirlo así, la garantía de la comprensión puesta al principio del libro por el ilustrador”.
Resume Buero en dos obras, cada cual en una parte de la novela, lo que él denomina la ilustración quijotesca de Doré. “Tal vez sean los dos mejores dibujos del libro”, nos dice. “Son dos dibujos tristes, porque los dos reflejan el momento siguiente al de un fracaso”, pues al primero precedió el apaleamiento por los yangüeses y al otro, la afrentosa derrota ante el Caballero de la Blanca Luna. En la primera lámina, correspondiente al capítulo XV de la primera parte, “la derrota es externa a los personajes (…) Molidos a golpes, ni el caballero ni el escudero se muestran pesarosos; tienen solamente un disgusto físico y se encuentran muy dispuestos a seguir su destino de aventuras adversas. La gravedad de la ilustración reside en el espectador, que ve en ella, mejor que sus protagonistas, lo lamentable y ridículo del esfuerzos emprendido”.
En el dibujo del capítulo LXVI de la segunda parte, “por el contrario, nada hay de cómico: todo él es tragedia. La superioridad del espectador ha desaparecido ante estas dos figuras que, en medio de una naturaleza inundada de luz, marchan plenamente conscientes de su desgracia. De la primera a la segunda parte, el fracaso se ha interiorizado. No es ya el momentáneo revés infligido por el caballero de la Blanca Luna, sino el derrumbamiento de las ilusiones; la amarga conciencia de un ciclo terminado e inútil. Es aquí y no al final de la novela, donde cobran su interna presencia invasora las tremendas palabras: “En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.
Si a Buero esas dos escenas le resultan momentos gráficos culminantes, “el dibujo máximo de Sancho –y uno de los mejores del libro— es el que ilustra el capítulo LIII de la parte segunda”, el titulado Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza en la ínsula Barataria. Con la suerte echada y una derrota más en el cuerpo y en el alma, Sancho se fue a la caballeriza y “llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente (…)”, escribe Cervantes. “La estampa rural de Sancho es perfecta” glosa Buero. “El burrillo agradece con la dulce placidez de sus ojos la reconquista de su amo, y Sancho llora, en una mueca inmensa, las lágrimas lustrales de la prudencia, el fracaso de las vanidades y el conocimiento de sí mismo”.
Podía haber habido otros modo de poner fin a estos lunes que el Instituto Cervantes de París ha revivido en compañía tan seductora como la del barón Davillier y Doré, pero difícilmente hubiesen podido mejorar el de concluir este viaje en el tiempo junto a Cervantes y al Quijote genialmente interpretado por el creador estrasburgués.
Entradas anteriores:
Los lunes del barón Davillier (1)
Los lunes del barón Davillier (2). De franceses hispanoblantes y de loros francófonos.
Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas.
Los lunes del barón Davillier (4). De una Barcelona sin Gaudí.
Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.
Los lunes del barón Davillier (6). Del verdadero plato nacional… y no es la paella.
Los lunes del barón Davillier (7). Del animal enciclopédico y calumnias vengadas.
Los lunes de Davillier (8). De cómo buscar emociones imaginando bandoleros de leyenda.
Los lunes de Davillier (9). De Los Siete Niños de Écija a José María el Tempranillo.
Los lunes de Davillier (10). De los toros como “cosa española por encima de todas las otras”.
Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida
Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas
Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje
Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’
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