En España, tierra de desmesura y emociones, los viajeros del XIX se movían con la incertidumbre de si serían o no asaltados en los caminos. El barón Davillier y Doré anduvieron con esa mosca tras la oreja, aunque inclinados hacia el lado de la tranquilidad. “Los buenos tiempos de los bandidos habían pasado ya” en la hora de su periplo de 1862, escribe el barón en Viaje por España, donde al hablar del asunto emplea constantemente el pasado. “Existían sólo como recuerdo o leyenda”.
Aun así quedan algunas emociones indirectas o imaginadas. “Los senderos abruptos que recorríamos tenían un aspecto muy poco tranquilizador, y muchas veces nos decíamos que tal cueva, tal roca o tal barranco habrían servido de admirable decorado para la partida de José María [El Tempranillo], de Ojitos [jefe de Los Siete Niños de Écija] o de algún otro famoso capitán de bandoleros”, anota Davillier antes de dar cuenta de restos elocuentes de un pasado no muy lejano: “Es probable que el camino de Alhama [de Granada] a Vélez Málaga haya sido el teatro de más de un drama salvaje, pues encontrábamos frecuentemente cruces de madera bastante inquietantes. Estas cruces, que se llaman milagros, han sido levantadas al borde del camino para perpetuar el recuerdo de un asesinato, y van ordinariamente acompañadas de un pequeño rótulo que lleva esta palabras: “Aquí mataron a…”, o bien: “Aquí murió… de mano airada”, inscripciones que pueden dar que cavilar a pacíficos viajeros desprovistos, como nosotros lo estábamos, de armas defensivas”.
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Sentada la primacía indiscutible del puchero o cocido como plato nacional, con el protagonismo triunfal de ese “guisante con ansias de ser judía” que el garbanzo le parecía a Teófilo Gautier, el barón Davillier ilustra a los franceses en Viaje por España sobre otras valiosas singularidades de la cocina peninsular. Aquí sí que empieza por donde cabría esperar, sin sorpresas como la de anteponer el cocido a la paella.
“Hablamos del útil cuadrúpedo”, ante el que se descubriera Grimod de la Reynière, que lo elogió como cabía esperar de uno de los grandes de la literatura inspirada por los fogones y toda su mística, al referirse a él como “el animal enciclopédico”.
“Se aprovecha de tal modo en España que tal vez no haya otro país donde merezca el epíteto que le ha dado el célebre gastrónomo”, escribe Davillier. “Abundan las palabras para nombrarle y dudamos que haya otra lengua más rica a este respecto que la española; así recibe los nombre de cerdo (*), cochino, cochinillo, puerco, marrano, marrancho, lechón, gorrín, gorrino y otros más que sin duda olvidamos”.
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Nuestro amigo hispanista nota ya al principio de su Viaje por España que “la Península, que cuenta con tantos grandes hombres, no ha producido un gran cocinero y espera aún a su Vatel”, el gran cocinero del príncipe de Condé (también llamado Condé el Grande, para distinguirle de otros con menores méritos), inventor de la crema de Chantilly y del protocolo gastronómico, perfeccionista extremo que se suicidó en 1671 por creer no haber estado a la altura en un banquete servido, en el castillo de Chantilly, precisamente, a Luis XIV. Es obvio que ningún viajero comparable al barón de Davillier podría hoy escribir aquellas palabras. Hay que dar tiempo al tiempo y ahí está Ferran Adrià, al frente de un ejército de innúmeras glorias, para ver cómo las cosas han cambiado.
“Sancho Panza, glotón por naturaleza, se alababa de resistir una semana entera con un puñado de nueces o de bellotas”, escribe el barón. “Nosotros, poco preocupados por el asunto gastronómico, estamos dispuestos a recibir las cosas como vengan, siguiendo el ejemplo de este gran filósofo”.
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El barón Davillier y Gustavo Doré se reconocieron el pasado lunes muy impresionados por el dramático espectáculo de la ejecución pública, mediante garrote vil, a la que asistieron en Barcelona. “No se dice nunca poner el garrote, sino ajustar la golilla o la corbata de hierro”, escribe nuestro hispanista en otro pasaje del libro Viaje por España, que recoge, en teoría, el periplo de ambos de 1862, pero que sin ninguna duda refleja el saber acumulado por Davillier en sus no menos de nueve anteriores visitas a España.
“La sentencia de muerte es la tristeza y también se la designa por el término aún más expresivo de la noche; el verdugo, al que nadie quiere ver junto a sí, ha recibido el pintoresco apodo de mal vecino” apunta Davillier en unos párrafos dedicados a la gente de mal vivir, que como en todas latitudes tiene una jerga propia. El barón hace notar cómo la germanía española de mediados del XIX ya no es lo que antiguamente. “La lengua de los ladrones, llena de imágenes y pintoresca, ha sufrido frecuentes modificaciones, pues la mayor parte de las expresiones se deben al capricho y la imaginación de los individuos”, palabras cuyos correlato nos permite decir que la escuchadas entonces por los viajeros no son hoy de curso habitual, aunque alguna que otra se haya salvado como reliquia.
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Como sabemos, el barón Davillier era un asiduo de España, al contrario que Gustavo Doré. La primera gran ciudad en que recalan en su viaje de 1862 es Barcelona, a la que encuentran gran parecido con Marsella, “la misma actividad, la misma mezcla de naciones diversas, la misma ausencia de un tipo definido en una y otra”. Incluso echan de menos la imagen estereotipada de la mujer española: “Las mantillas se ven raramente y hemos intentado en vano, creyendo a Alfredo de Musset, descubrir una andaluza de piel morena”. Adelanta Davillier que así ataviadas las españolas “cada vez son más raras en la misma Andalucía”. Para no defraudar las expectativas del lector, promete que harán lo posible por capturar esa ansiada imagen: “Doré no dejará de presentar las que veamos”. Pronostica el barón que “un día vendrá en que los ferrocarriles surcando toda España las harán desaparecer por completo”. Es decir, que la modernización, ya en marcha con el despliegue del ferrocarril, será el fin de ese tipo popular.
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