El barón Davillier y Gustavo Doré en su Viaje por España entraron en nuestro país por el paso de La Junquera, frente a la habitual llegada de los viajeros románticos por el extremo occidental pirenaico, imantados por la catedral de Burgos. El cruce de la frontera lleva de inmediato a Davillier a hacer una rápida y corta exposición sobre la lengua catalana, sin detalles ni explicaciones sociológicas o antropológicas, como corresponde a la circunstancia de la época. “Henos aquí, en España, o por mejor decir en Cataluña”, escribe el barón, haciendo perceptible diferencia entre el todo y la parte. “Los catalanes se diferencian bastante del resto de los españoles. Tienen su dialecto particular que se aproxima mucho a la lengua limousine de la Edad Media. Este dialecto tiene sus gramáticas y sus diccionarios y también sus poetas”.
Por lengua lemosina se refiere en sentido lato al habla del Midi francés, en puridad la lengua occitana, resucitada literariamente hacia mediados del XIX en su variante provenzal por Federico Mistral y de siempre fragmentada en diversos dialectos.
A su paso por Valencia vuelve a referirse al habla local, que él conocía por sus repetidas estancias en la región en pos de la cerámica de Manises, una loza de reflejos metálicos que descubrió a Europa haciendo notar sus diferencias con la italiana, con la que era confundida. “Fue preciso que yo empleara todo lo que sabía del dialecto valenciano para hacerle aceptar la peseta”, cuenta a propósito de la resistencia manifestada por un huertano que había ofrecido a los viajeros gratísimo refugio de una lluvia torrencial.
“El dialecto valenciano es un poco menos seco que el catalán y que el mallorquín, a los que se parece mucho”, señala. “Tiene pocas analogías con el castellano, o español propiamente dicho. Se parece bastante al patois que se habla en el sur de Francia y tiene el mismo origen: la lengua lemosina de la Edad Media. Un número bastante grande de palabras, por ejemplo, las que sirven en la numeración, son las mismas que en francés”.
Fugaz referencia al habla popular de Valencia, como también sería extremadamente superficial su comentario sobre lo escuchado en el rincón noroccidental de la Península. “En Galicia se habla una lengua especial, en la que la o se sustituye por u”, apunta con sorprendente liviandad. “Tiene un gran parecido con el portugués, lo que se explica fácilmente, ya que los dos países son limítrofes. Un amigo nuestro que vive cerca de Santiago nos hizo notar una particularidad bastante curiosa, y es que a los portugueses de la frontera no les gusta que les hablen en gallego, pues les parece una caricatura de su idioma”.
Más se entretiene con el vascuence, intrigado por su inentiligibilidad. “Los vascos, como todo el mundo sabe, hablan una lengua peculiar comprensible sólo por ellos”, recuerda de entrada el barón. “Ya conocemos las palabras atribuidas a Escalígero: ‘Se cree que estas gentes se entienden entre sí; por mi parte no lo creo’”. Y abunda nuestro viajero en lo críptico de la experiencia: “La palabra vascuence, que en el idioma español sirve para designar el vasco, también significa ‘lo que es tan oscuro y confuso que nadie puede comprenderlo’”.
Hace también apreciaciones hoy bien vigentes, más allá de normalizaciones ortográficas. “Los vascos se dan a sí mismo el nombre de Euscaldunac. Llaman a su lengua Eúscara, y a su país Euscalería” apunta Davillier, que enseguida señala que “no hay fábulas ni absurdos que no hayan sido dichos a propósito del vascuence” entre los que alude a cómo “según un autor era la lengua que usaba Adán en el Paraíso Terrenal; o como dice otro, la lengua de los ángeles”.
Refiere el barón las distintas especulaciones sobre analogías entre esta lengua misteriosa y otras (celta, irlandés, manchú, mongol, su relación con una “tribu africana no árabe establecida en la provincia de Constantina”, en el noreste de Argelia, con la que “se entendían los leñadores vascos que trabajaban en el bosque de Batna”) para concluir que “la opinión más verosímil es la de Humboldt, quien cree que la lengua vasca es originaria del propio país y que en tiempos remotos se habló en toda la Península”. Davillier se hace eco de la idea de que “hay en español un buen número de palabras que derivan del vasco”, mantiene que “a pesar de algunas poesías populares de ciertas obras, que han merecido el honor de ser impresas, no puede decirse que la lengua vasca tenga una literatura”, lo que contrasta con el rico acervo literario observado en Cataluña, y cierra con su opinión personal sobre qué le parece lo que le llega a los oídos: “Unos creen que su pronunciación es armoniosa; otros, por el contrario, afirman que es dura y difícil. Por nuestra parte, confesamos que sin comprender una sola palabra nos ha parecido bastante tosca”.
Otras entradas de esta serie:
Los lunes del barón Davillier (1)
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Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.
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Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida
Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas
Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje
Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’
[…] Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas. […]
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