Sentada la primacía indiscutible del puchero o cocido como plato nacional, con el protagonismo triunfal de ese “guisante con ansias de ser judía” que el garbanzo le parecía a Teófilo Gautier, el barón Davillier ilustra a los franceses en Viaje por España sobre otras valiosas singularidades de la cocina peninsular. Aquí sí que empieza por donde cabría esperar, sin sorpresas como la de anteponer el cocido a la paella.
“Hablamos del útil cuadrúpedo”, ante el que se descubriera Grimod de la Reynière, que lo elogió como cabía esperar de uno de los grandes de la literatura inspirada por los fogones y toda su mística, al referirse a él como “el animal enciclopédico”.
“Se aprovecha de tal modo en España que tal vez no haya otro país donde merezca el epíteto que le ha dado el célebre gastrónomo”, escribe Davillier. “Abundan las palabras para nombrarle y dudamos que haya otra lengua más rica a este respecto que la española; así recibe los nombre de cerdo (*), cochino, cochinillo, puerco, marrano, marrancho, lechón, gorrín, gorrino y otros más que sin duda olvidamos”.
Del origen a sus derivados, en un listado que con ojos de hoy se queda cortísimo en lo que a la joya suprema se refiere: los jamones dulces de Cadiar, en las Alpujarras; los de Montánchez (Extremadura), y el jamón gallego. De los de Montánchez deja singular noticia el hispanista, en especial para los no familiarizados con la historia entreverada de leyenda de este jamón: “Saint Simon los tenía en mucho, sobre todo los procedentes de cerdos alimentados con víboras”. Pasa demasiado raudo el barón por tan singular fuente de alimentación. Casi por aquellos mismos años, Alfred Germond de Lavigne, otro estudioso de España y primer traductor al francés de Benito Pérez Galdós, relataba en su Itinerario descriptivo histórico y artístico de España y Portugal, que el emperador Carlos, en su último año y medio de vida en su refugio de Yuste le daba con gusto a este jamón, procedente según destacaba Germond, de cerdos alimentados en exclusiva de víboras.
De vuelta a la crónica viajera de nuestro barón, vemos cómo Davillier hace acompañar al rey de la mesa, vencedor de todas las batallas culinarias allá donde se libren, de otros aristócratas: morcillas, chorizos, longanizas, albóndigas, albondiguillas, salchichas, salchichón de Vich “y otras variedades cuya lista sería demasiado extensa”. “No olvidemos el tocino que forma, la base del puchero”, quiere singularizar. “Parece incluso que los buenos aficionados lo encuentran mejor cuando está un poco rancio, como lo atestigua este proverbio: tocino y vino, añejo”.
Nota el barón que “se hace en España muy poca mantequilla” y dice que “el pescado, que de ordinario es bastante raro en el interior, es abundante y excelente en las costas”, tanto que el duque de Vendôme, “durante la temporada que pasó en España estableció sus cuarteles de invierno a orillas del Mediterráneo, para poder comer pescado a su gusto”. Y tanto. Murió en Vinaroz (Castellón) en 1712 durante la guerra de Sucesión. “Los salmonetes y los boquerones que se sirven en Andalucía son muy delicados, y otro tanto puede decirse de los langostinos, muy comunes en Cataluña y en el reino de Valencia, que llegan a medir veinte centímetros de longitud”. ¡Veinte centímetros!
“Los postres completan muy bien, con los entremeses, el menú de una buena comida española” continúa el barón, antes de desgranar dulces con los que se corona una buena mesa: arrope, tortas, almendrucos, cabellos de ángel, mostillo, orejones, natillas y otras golosinas, realzados todos por la compañía, por esas “lindas españolas –las andaluza sobre todo— [que] se complacen en hacer crujir [las golosinas] con sus blancos dientes”.
“En resumen”, concluye el barón, “la cocina española es mucho mejor de lo que se cree generalmente, y merecería ser vengada de las calumnias de los viajeros que sólo la han juzgado por las tristes comidas de algunas fondas y posadas”. Amén.
¿Y de la paella? Ni palabra. Davillier y Doré pasaron buenas jornadas en Valencia, fueron a los toros, cazaron (aves y conejos, sobre todo el pintor y grabador, que queda como una muy buena escopeta en el relato de su amigo), pescaron… y vieron los arrozales en torno a la Albufera. “Todo el mundo nos ha asegurado en el país que los arrozales daban un productivo rendimiento”, hace notar el barón, con ojos de industrial. “Desgraciadamente, las emanaciones pantanosas son de los más malsanas y hacen muchas víctimas todos los años, lo que se comprende fácilmente en un país donde el calor es excesivo. Hay pocos labradores que no padezcan las fiebres intermitentes, y no podíamos verlos trabajar sin sentir piedad, desde la mañana a la noche con los pies en el agua y expuesta la cabeza a un ardiente sol”. Congoja, pues, en vez de satisfacción culinaria ante el arroz.
(*) Las cursivas de esta entrega aparecen como tales en el original L’Espagne.
Otras entradas de esta serie:
Los lunes del barón Davillier (1)
Los lunes del barón Davillier (2). De franceses hispanoblantes y de loros francófonos.
Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas.
Los lunes del barón Davillier (4). De una Barcelona sin Gaudí.
Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.
Los lunes del barón Davillier (6). Del verdadero plato nacional… y no es la paella.
Los lunes de Davillier (8). De cómo buscar emociones imaginando bandoleros de leyenda.
Los lunes de Davillier (9). De Los Siete Niños de Écija a José María el Tempranillo.
Los lunes de Davillier (10). De los toros como “cosa española por encima de todas las otras”.
Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida
Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas
Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje
Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’
[…] Los lunes del barón Davillier (7). Del animal enciclopédico y calumnias vengadas. […]
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