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Los lunes de Davillier (10). De los toros como «cosa española por encima de todas las otras».

El 21 de noviembre de 2011 en Fondo antiguo, Libros por | 4 Comentarios

El triunfo del espada.

Francia es un país que gusta de la corridas de toros, y el sur, desde la atlántica Biarritz a la mediterránea Nimes, es un continuo festival taurino todos los veranos. El joven Sebastián Castella es la última incorporación de renombre ofrecida por Francia a la nómina taurina. Los turistas son una presencia constante en las plazas de toros españolas y como los del siglo XXI, los del XIX también asistían con curiosidad al espectáculo. Entre ellos, el barón Davillier y su inseparable Doré, que acudieron a las plazas en diversas ocasiones, ya fuera en Valencia, al poco de llegar, o en Valladolid. En Aranjuez incluso asistieron a una corrida singular. “Nos guardamos mucho de faltar a ella, tanto más que el anuncio prometía, además de la corrida de rigor, una lucha entre un toro y un tigre”, escribe el barón. El “combate por decir algo” no resultó como se esperaban nuestros viajeros.

Lo que ocurrió en aquella ocasión lo encontrará el lector interesado en Viaje por España, cuyo quinto capítulo no sólo se titula Toros en Valencia sino que es un derroche de conocimientos históricos y de antropología cultural de Davillier. “Entre todas las cosas de España, si hay una nacional por encima de todas las otras, es sin duda una corrida de toros”, nos advierte el hispanista, con palabras que hoy han perdido vigencia cuantitativa desplazadas por el fútbol, aunque siga bien vigente en la mente universal la asociación de corridas de toros y España. “Hemos visto a menudo niños que jugaban a los toros, como se les ve en Francia jugar a los soldados”.

“Todo lo que se ha dicho y escrito contra esta bárbara diversión de España no ha disminuido nada la afición de que goza desde tiempos inmemoriales”, dice el barón, dejando entrever la opinión moral que él tiene del asunto. “Afición que no parece vaya a disminuir por el momento”, añade proféticamente, pues todavía hoy se debate sobre si cae o no la afición a los toros en España. Un sondeo de 2006 decía que al 72% de los españoles no les interesa particularmente los toros. En su texto alude, entre otros, a Costillares, Pedro Romero y Pepe Illo, cuya “muerte terrible” en el ruedo “Goya la ha tomado como motivo para su última hoja de la Tauromaquia, y puede decirse que también es su moraleja”.

Toros en Valencia. Cogida de un banderillero.

“No le faltaba más a la tauromaquia que ser reconocida por el Estado y enseñada oficialmente; le estaba reservada esta suerte”, con un real decreto que crea en 1830 a Escuela de Tauromaquia en Sevilla. La evolución del reconocimiento no ha parado desde entonces y en este 2011, las corridas de toros han pasado, mediante otro decreto ley, de ser competencia del Ministerio del Interior a depender de Cultura. La decisión enmascara un movimiento defensivo. El reconocimiento del toreo como disciplina artística y cultural busca un blindaje contra quienes quieren prohibirlo, como acaba de ocurrir en Cataluña, en cuya plaza Monumental de Barcelona se lidió por última vez un toro el pasado mes de septiembre. Adornar la corrida con la vitola cultural no garantiza nada. Entre los intelectuales españoles ha habido históricamente división de opiniones, por usar la jerga taurina, sobre el particular. Fueron taurinos García Lorca, Valle-Inclán, Picasso u Ortega y Gasset frente a antitaurinos del calibre de Unamuno, Baroja, Machado o Ferrater-Mora.

Valladolid. Corrida de novillos.

Dice Davillier que “hay pocas ciudades de España que no tengan su plaza de toros” y hace notar que en Madrid hay corridas todos los lunes desde Pascua hasta Todos los Santos. “El torero es casi siempre andaluz, y si no lo es no tarda en serlo al contacto con sus camaradas”, nos informa Davillier. “Una ciudad española es un espectáculo de los más curiosos en un día de corrida. Una animación extraordinaria  contrasta con la tranquilidad de otros días”. En Valencia, a la espera de “Antonio Sánchez, tan conocido por el apodo del Tato, el mejor espada de la época [y yerno de Cúchares, explicará luego]; Calderón, un picador valiente como el Cid, y el Gordito, banderillero cuya destreza igualaba a su temeridad”, nuestros viajeros tienen los ojos como platos. “Desde la mañana desfilaban ante nosotros los más espléndido modelos. Doré los devoraba con los ojos y se encontraba deslumbrado. No bastábamos a sacar punta a sus lápices”. ¡Ay! esas “morenas labradoras [con] sus más hermosas joyas”.

“Al penetrar en la plaza de toros de Valencia quedamos deslumbrados por uno de esos espectáculos que no se olvida nunca, aunque sólo se hayan presenciado una vez. Imaginad doce o quince mil hombre con magníficos trajes, iluminados por un espléndido sol y bullendo como inmenso hormiguero (…) La primera vez que un extranjero asiste a estos sangrientos espectáculos es raro que pueda evitar una cierta emoción. Uno de nosotros no puede evitar el palidecer cuando ve la sangre por primera vez, y tiene que beber un gran vaso de agua para recobrarse (…) Se ve en las plazas de toros gran número de mujeres o de jovencitas, y muchas veces hemos llegado a ver a una madre dando de mamar a un niño”.

“El número de toros matados en un sola corrida varía entre seis y ocho (…) Hemos visto, incluso, corridas de diez toros (…) Los caballos, a cuyo lado Rocinante hubiera sido una maravilla, se pagan rara vez a más de cincuenta francos”, es decir, cuatro perras. “Bien es verdad que hacen falta no menos de veinte o treinta en cada corrida”, explica Davillier, hipnotizado por el traje de luces de los toreros. “Estos gladiadores de España parecen bailarines. Nos costaba creer que gentes tan coquetamente vestidas iban a exponer sus vidas y a jugar con sangre”.

Un toro contra un tigre en la plaza de toros de Aranjuez.

A los espectadores se les entregaba entonces un programa para que anotaran puyazos, caídas de picadores, caballos muertos o heridos, estocadas…y refiere “a qué espléndido total de caídas y de golpes puede llegarse durante las dos horas que dura la función: 31 caballos muertos o heridos por ocho toros, que, a su vez, han recibido 29 estocadas y puntilladas y 25 caídas de picadores”.

Aquella corrida del 7 de octubre de 1862 en la arena valenciana se desarrolla con la truculencia propia de los tiempos sin que, naturalmente, falten incidentes de todo tipo, incluida la cogida de un banderillero que escapó indemne. “Este accidente nos hizo pensar en el aguafuerte de Goya, que representa la muerte de Pepe Illo en el circo de Madrid. El desgraciado torero cayó de espaldas. Aunque tenía las entrañas fuera del cuerpo y más de diez costillas rotas, sacó aún fuerzas para intentar sujetar los cuernos del toro. Lanzado varias veces al aire, no tardó en quedar exánime en la plaza. La corrida sólo fue suspendida unos instantes. Pedro Romero se encargó de matar el toro en su lugar”, evoca Davillier con fría y reveladora sobriedad.

“No es este lugar de examinar el lado moral de las corridas de toros. Es cierto que desde un punto de vista muy digno de consideración son muy censurables. La sociedad protectora de animales infamaría sin duda la manera cruel según la cual caballos inofensivos son llevados a la muerte, y no hay extranjero que no sienta repulsión a la vista de una carnicería semejante”, revela el barón, a quien no se le escapan otras actitudes: “Hemos visto personas que se tomaban más interés en la suerte de estos desgraciados caballos que en la de los propios toreros”.

Como si escribiese ahora mismo, Davillier nos dice que ya en aquellos mediados del XIX “existe en España un partido bastante numeroso en contra de las corridas. Sin embargo, este entretenimiento cuya barbarie es imposible negar, forma de tal modo parte de las costumbres nacionales, que hay lugar a dudas que desaparezca enseguida”. Y sigue siendo profético nuestro hispanista: “Es probable que al cabo de cien años se escriba aún contra las lidias de toros, y sin embargo sigan existiendo los toreros”. Clavado.

Otras entradas de esta serie:

Los lunes del barón Davillier (1)

Los lunes del barón Davillier (2). De franceses hispanoblantes y de loros francófonos.

Los lunes del barón Davillier (3). De lenguas vernáculas.

Los lunes del barón Davillier (4). De una Barcelona sin Gaudí.

Los lunes del barón Davillier (5). De ladrones y otras gentes de mal vivir.

Los lunes del barón Davillier (6). Del verdadero plato nacional… y no es la paella.

Los lunes del barón Davillier (7). Del animal enciclopédico y calumnias vengadas.

Los lunes de Davillier (8). De cómo buscar emociones imaginando bandoleros de leyenda.

Los lunes de Davillier (9). De Los Siete Niños de Écija a José María el Tempranillo.

Los lunes del barón Davillier (11). Del chocolate como excusa para descubrir la España desconocida

Los lunes del barón Davillier (12). De ruidos, violines, guitarras y bellezas antaño ignotas

Los lunes del barón Davillier (13). De Doré y su visión de España como perfectos compañeros de viaje

Los lunes del barón Davillier (y 14). De Doré en la buena compañía de Cervantes y el ‘Quijote’

 

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