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[Cultura] En una nota

Creo que no te dije que llevo semanas con el oído derecho taponado. Es algo molesto porque tengo esa sensación que cuando hablo las palabras me salen huecas. No quiero decir que las palabras estén vacías, sino que los sonidos que emito me retumban en el lado derecho de mi cabeza. Entiendo que debo oír menos por la derecha también. Quizás mi lado izquierdo está haciendo un esfuerzo mayor para compensar el desequilibrio. Todavía oigo por el oído derecho. No me trates ahora como a Paul Wittgenstein, el hermano del Ludwig, que cuando perdió el brazo derecho en la Primera Guerra Mundial, desde Ravel a Hindemith o Britten le compusieron conciertos de piano para su mano izquierda. La sensación de no oír es otra, sobre todo si a uno le gusta la música. Es como escuchar la pieza 4’33’’ de John Cage que, por cierto, este miércoles pasado hizo 100 años de su nacimiento. Yo también estaba recordando ese no silencio que dura más de cuatro minutos. En realidad, la música no es música, sino una amalgama de sonidos producidos en ese momento por el ambiente. Me han venido a la memoria los intervalos que se producen entre una composición y otra en los que la gente tose, uno se mueve en su asiento, la madera del suelo cruje o el de al lado habla con su acompañante. Cada interpretación de la pieza de Cage es una puesta en escena de los sonidos que uno detecta a su alrededor. Y me dirás que así todo el mundo es músico. Pues no te falta razón. Lo que quiso John Cage es que nos diésemos cuenta que no existe un silencio como tal. Te perdiste seguro la exposición que organizó el MACBA (Museo d’Art Contemporani de Barcelona) en el 2009/2010. El título de aquella muestra lo dice todo La anarquía del silencio. Menos mal que me queda la memoria para recordar aquello que he escuchado alguna vez. Tú imagínate que tienes de repente amnesia. Que no te acuerdas de nada. Eso es lo que le pasó al músico inglés Clive Wearing que, por una enfermedad, sufrió una lesión en el cerebro que solo le permite recordar lo que ocurre en un espacio temporal de 7 segundos o un poco más. No recuerda quién es su mujer, a qué sabe el pollo o dónde se encuentra. Lo peor es que nunca podrá recordar quién es él. No tiene memoria retentiva. Sin embargo, sí es capaz de dirigir una orquesta o un coro. Cuando empieza la música parece recordar las notas de la partitura. Ahora bien, cuando acaba la pieza no se acuerda que la ha tocado. Su caso lo recoge Oliver Sacks en su libro Musicophilia y también Jonathan Miller en el documental de la BBC Equinox: Prisioner of Conciousness. El venezolano Rodolfo Llinás, que se doctoró de neurofisiología por la Australian National University, habla de la memoria implícita y la memoria explícita. Parece que Clive Wearing no perdió lo que aprendió cuando se formó como músico, y esas capacidades se reactivan cuando la música que conoció en su momento vuelve a interpretarse. Debe estar relacionado con las emociones. ¿Viste el programa Redes – Música, emociones y neurociencia en RTVE? Punset le pregunta al profesor Stefan Koelsch si hay alguna parte del cerebro que no se vea afectada por la música o si no es para tanto. Resulta que sí, que no podemos desligar música y emociones. Hasta el cine se aprovecha de ello. Seguro que es así, que la música dirige nuestras sensaciones o las potencia. Dicen que incluso la música está en la pintura. Sí, eso dicen que es la sinestesia. Uno puede ver sonidos u oír colores. Confieso que cuando fui a ver la exposición en 2003 Analogías musicales: Kandinski y sus contemporáneos en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid no pude escuchar el nocturno en el cuadro de Kupka o la fuga en rojo de Klee. Siempre nos quedará la lectura. No de una partitura – dichosos las que la pueden leer e interpretar – sino los libros que hablan de música. Me leí en parte, en esas noches de insomnio que me son muy provechosas, el libro de Eugenio Trías La imaginación sonora que empieza explicándote el giro lingüístico que supuso la escritura musical. Luego hace un repaso filosófico de la historia de la música desde Josquin Des Prés hasta Giacinto Scelsi. Es en estilo más profundo que el libro de Alex Ross, El ruido eterno. Éste está acotado al siglo XX y está escrito más desde la perspectiva histórico-social. Si quieres leer algo sobre música que he encontrado en nuestra biblioteca te recomiendo Concierto barroco del escritor cubano Alejo Carpentier. Breve pero intenso. Narra las peripecias de un indiano que, en compañía de su criado, viaja a la Europa del siglo XVIII para buscar instrumentos musicales. Está basado en el hecho histórico de la composición de la ópera Montezuma por Vivaldi. Si quieres leer un poco más, hay un texto de la profesora Leiling Chang, de  la Universidad de Monreal compilado por Silvia Alonso en Música y literatura. Estudios comparativos y semiológicos. En él se desgranan los juegos sonoros en la prosa del escritor cubano. Ya ves que también las palabras tienen una carga musical. Te dejo ahora. Nos veremos pronto como me dijiste. En el lugar de siempre. Ponte a mi vera izquierda para que te oiga mejor. Un abrazo, JL

[Cultura] En blanco

Hoy quería contarte todas las cosas que me han pasado estos últimos días, pero no sé cómo empezar. Cuando escribo estas líneas veo que van rellenándose los espacios en blanco con unas letras. Me imagino que tienen un significado. Unas con otras formarán palabras, y éstas frases, y las frases una historia. Pero quería contarte algo y no me sale. ¿A En la vieja Dacca (Bangladesh), de Munem Wasifti te pasa? Siempre he admirado a artistas (porque son unos artistas) que de la nada crean algo. Me dirás que de la nada no sale nada. Bien, sí. Les debe llegar la inspiración de algún lugar. Pero y cuando la tienen, ¿cómo hacen para traducir eso en lo otro? El caso no es estar inspirado sino plasmarlo en un folio, en un lienzo, un video o en una melodía o en un plato. ¿Te he contado que hoy voy a ir por primera vez al ARTBAR del MCA (Museum of Contemporary Art Australia)? Me parece que han tenido una idea genial para desarrollar la creatividad. Resulta que cada mes dejan en manos de un artista para que comisarie una velada, que se celebra el último viernes del mes, en la que hay cine, música, charlas, etc. La sesión de hoy corre a cargo de mi admirado Shaun Gladwell, un vídeo artista australiano. Seguro que habrás visto obra suya en el MCA o en la Art Gallery of New South Wales o su galería Anna Schwartz. ¿Te acuerdas de aquel vídeo en el que desciende de su moto, allá perdido en el outback, y recoge un canguro atropellado? ¿O en el que aparece haciendo piruetas en el vagón de un metro, o al borde del mar, un día lluvioso, sobre un skateboard? Mira que habremos visto vídeos, pero los suyos tienen algo distinto. Parece que al pasarlos a una velocidad determinada se me han quedado grabados. No sé lo que habrá preparado para esta noche. Ya te contaré. Me gustaría ponerme en su lugar. O mejor dicho observarle cuando crea. Pero para eso habrá que meterse en su cabeza. Y por la cabeza de uno pasan muchas más cosas que el proceso creativo. ¿Y si fuera como Pessoa? Un hombre fascinante con sus heterónimos. Hoy, Ricardo Reis; mañana, Álvaro de Campos; y, pasado, Alberto Caeiro. O ahora mismo Alexander Search, que escribe en inglés el soneto que dice así:

Could I say what I think, could I express
My every hidden and too silent thought,
And bring my feelings, in perfection wrought,
To one unforced point of living stress;

Could I breathe forth my soul, could I confess
The inmost secrets to my nature brought,
I might be great; yet none to me has tought,
A language well to figure my distress.

Yet day and night to me new whispers bring,
And night and day from me old whispers lake…
Oh for a word, one phrase in which to fling

All that I think or feel and so to wake
The world, but I am dumb and cannot sing –
Dumb as you clouds before the thunders break.

Eso de ser otro es muy difícil. Y yo no soy ni un solo Pessoa ni todos los Pessoas suyos. Y contar las historias de otros también. El otro día en mi lugar favorito del Instituto Cervantes, ya sabes, la biblioteca, encontré una revista de La Fábrica Editorial. Sí, la misma que la que edita Matador. No la película de Almodóvar, la revista. Bueno, es otra revista que editan ellos: Ojo de Pez. Es también de fotografía y en edición bilingüe. Con muchas fotos en blanco y negro, y en color. El número que tengo lleva por título En mi propia casa / In my backyard. Me gusta la foto de la página 45, en la vieja Dacca (Bangladesh), de Munem Wasif. Aparece una pantalla de cine en blanco y la pantalla iluminala sala. Mañana ya sabes que tenemos a Daniel Burak, el director de cine argentino, que viene a presentar su película “Bar El Chino”. La pantalla de nuestra sala se llenará de colores, de gente que canta y baila tangos, que cuentan historias de amor y desarraigo. La inspiración no le vino de la nada, sino de la historia de Jorge “El Chino” García, el dueño del boliche de Buenos Aires. Una película fantástica. No te la pierdas. Nos volveremos a ver. Y eso me gusta. Un abrazo, JL

[Cultura] En una carta

A primeros de julio me llamó la atención la noticia que vi en la televisión australiana ABC sobre la donación de los diarios de Norman Lee Pearce a la State Library of New South Wales. Norman Lee Pearce fue un soldado que murió como consecuencia de las heridas sufridas en la Batalla del Somme, en 1916. Durante la Primera Guerra mundial los soldados tenían prohibido escribir diarios y las cartas estaban censuradas. Norman Lee Pearce se las ingenió para con una letra pulcra y a lápiz plasmar sus impresiones en esos diarios que ahora tiene la biblioteca en Sídney. Fíjate lo importante que es dejar testimonio de lo que uno piensa o ve para que luego, digo yo, podamos saber del otro. El soldado incluso con el estruendo circundante de los morteros, las inclemencias del tiempo y las ratas que infestaban las trincheras, dedicó unos minutos a escribir algo que le salía de si mismo. De algún modo nos abrió su corazón, y ahora nos conmueven sus palabras y su gesto. Me pregunto que cosa hay más íntima que un diario. ¿Tú llevas uno? Ja, ja, no te estoy preguntando por tu agenda, que me imagino que siempre está repleta de compromisos. No, te pregunto por ese cuaderno en el que uno va anotando lo que le sucede con la cadencia del pasar de los días."Vargas Llosa" Imagínate lo que sabríamos de ti si nos hiciésemos con él. Es broma. La intimidad es el único lugar donde uno puede ser libre de verdad y, por tanto, no puede ser violada. ¿Tú crees que las cartas también tienen el mismo valor? Entre tú y yo mantenemos desde hace tiempo esta correspondencia en la que nos confesamos cosas. Mis misivas van dirigidas a ti y consecuentemente siempre pienso que te estoy confesando algo que no diría a todo el mundo. En ese sentido, sí. Leí hace mucho tiempo un libro de Natsume Soseki, el escritor japonés autor de Yo, el gato. Ya sabes que a mi no me gustan los gatos. Mejor dicho, yo no les gusto a ellos, pero no por ello me va a dejar de gustar lo que escribe Soseki. El libro del que te quería hablar es Kokoro. Es un libro en el que los protagonistas no tienen nombres. Y tiene que ver con una carta, con una confesión. Está divido en tres partes. En la primera, un joven estudiante conoce a un intelectual de vida apartada al que el chico quiere tomar como su sensei o maestro. Narra cómo se conocen en Kamakura y las visitas que le hace a su casa en Tokio, donde vive con su mujer. En la segunda, el joven estudiante tiene que regresar a su pueblo para cuidar de su padre enfermo, y leemos cómo es su relación con su familia. Al final de esta segunda parte, el estudiante recibe una carta de sensei en la que dice [te advierto que no deberías leer lo que sigue si no quieres conocer el final del libro] que cuando lea esa carta, él ya no estará en este mundo. El chico toma el primer tren para Tokio. La tercera parte del libro es la carta de sensei al estudiante. En ella sensei le confiesa los motivos de su suicidio. Cuando él fue estudiante se alojó con un amigo, K., en una casa en la que había una chica, la hija de la dueña. K. le confesó a él que se había enamorado de la joven. Como él también lo estaba, dio el paso de pedirle la mano a la madre para casarse con su hija. K. abatido decide suicidarse. Sensei le explica cómo no puede soportar más el dolor por la muerte de su amigo, de la que se siente responsable, y que por eso quiere acabar con su vida. Le pide que le guarde el secreto y que no se lo revele a su mujer. ‘Kokoro’ significa en japonés un término entre corazón y sentimiento. Y no es casualidad que el nombre del amigo de sensei se llame K. y que sea el causante del desenlace final. La novela me hizo reflexionar sobre la importancia que tenemos de comunicarnos con los demás. En un diario, quizás, nos confesamos con nosotros mismos, independientemente que luego lo que escribas lo lean otros después de muerto, como en el caso del soldado. Para mi la carta tiene la importancia de añadir ese grado de intimidad para con el otro. Y por eso, leyendo esta historia tan mágica, como la cuentan los japoneses, me emocioné tanto. Muchos escritores han escrito cartas y han publicado libros sobre esa correspondencia. El otro día vi, fruto del azar, un libro que estaba en el carro de las devoluciones de nuestra biblioteca. Un libro escrito nada menos que por Mario Vargas Llosa. Y ojo al título: Cartas a un joven novelista. No me sentí aludido por lo de novelista pero sí por lo de lector de cartas. Te lo recomiendo. Se trata de una colección epistolar en la que el maestro le confiesa los secretos del oficio a un supuesto discípulo. Muy interesante. Pásate de vez en cuando por la biblioteca de nuestro centro. A veces, por casualidad uno encuentra lo que no anda buscando. Me dice mi compañera María, la bibliotecaria, que está preparando una entrada en este blog sobre Nicanor Parra. Ya podrás leerla en unos días. ¿Te acuerdas de aquellas postales, aquellas “hojas de parra”? Carta, postal o lo que quieras. No dejes de escribirme, lo que quieras. Ya sabes que me gusta saber de ti y leer lo que escribes. En esta vida, sí. Que nos dure, y que sigámonos carteándonos. Un abrazo, JL

[Cultura] En el bar

El otro día, leí en un tuit algo del archivo del fotógrafo Jeff Carter en la National Library of Australia. Yo creo que lo leí en un tuit, pero no estoy seguro, cada día leemos sin leer tantos titulares de prensa, encabezados de correos, entradas de Facebook o tuits que no sé ya. Bueno, el tema es que pinché en el enlace o lo busqué en Internet y me fijé en una foto casi atemporal. Es la de unos hombres pasando una tarde de sábado en un bar, el único bar de William Creek. ¿Tú sabes dónde está William Creek? Es un poblado de menos de 5 habitantes en Australia Meridional. La población más cercana está a unos 200 km de distancia. Lo que se dice, en medio de la nada. El caso es que el pueblo cuenta con un ‘hotel’, retratado en la foto. Yo digo que el pueblo es el bar, y el bar el pueblo. En la foto de 1972 aparecen más de 5 personas, y da la sensación de haber mucha animación. Dime tú, en medio de la nada, un mundo que ni tú ni yo conocemos, o sí. Te dejo a ti que la veas y la interpretes. La escena me hizo pensar en la película ‘Bar El Chino’ del argentino Daniel Burak, que forma parte del próximo ciclo de cine que ponemos en el Cervantes de Sídney, “Cine en construcción”. Y en un libro que leí hará ya más de 15 años y que me viene ahora a la memoria, Les faux-monnayeurs, de André Gide. Me he preguntado siempre cuántos libros o películas se habrán gestado en un bar. Te animo a que vayas un día a un bar, un poco antes de que se llene, cuando el jolgorio aún no se ha convertido en algo cacofónico. Fíjate la próxima vez, cuando vayas, en esas personas que parece que llevan tiempo sin moverse, mírales con discreción a esos a los que el café o la cerveza les dura. Sí, ya quedan menos de esos bares en los que no te quitan el vaso del café (yo soy de los de beber el café en vaso) o de cerveza dando el último sorbo. Obsérvalos, te digo. Quizás sean ellos los que te estén observando para luego convertirte a ti y a los otros, y al bar mismo, en una novela o en parte de una película. No te desvelo mucho de la película de Daniel Burak para que vengas a verla, y para que luego le preguntes lo que quieras al propio director que estará con nosotros, en Sídney el 1 de septiembre, y en Melbourne el 4. La historia arranca cuando una periodista, Martina, quiere hacer un reportaje y va un día a un bar, al Bar El Chino, un boliche de Buenos Aires, y le gusta tanto que luego quiere hacer un documental. Para ello necesitará de la ayuda de Jorge, que tiene unas imágenes de cuando vivía el propietario, que se llama también Jorge, Jorge Garcés, “El Chino”. Bueno, a partir de ahí se desencadena la trama. Y lo que pasa es que estás viendo una película, casi como un documental de la historia de un bar, pero que a la vez estás viendo la historia de unos que quieren filmar la historia del bar. No sabes si estás viendo la película, la historia del documental o la de la grabación. Es como una película dentro de una película. Tú cuándo la ves sabes obviamente lo que estás viendo, pero es luego cuando uno se interroga si lo que ha visto es lo que es o es ficción, o ninguna de las dos cosas. Y esa misma sensación tuve cuando leí la novela de Gide. Uno lee una novela en los diarios de un escritor que está escribiendo una novela que se llama igual que la novela que está leyendo uno. Te produce una sensación inquietante cuando te percatas que lo que estás leyendo lo estás leyendo porque te lo deja ver el autor. Los diarios de Édouard, el escritor en la ficción, se los ha robado Bernard, y cuando Bernard los lee te das cuenta que quien los lee eres tú con él, con la complicidad de Édouard, o de Gide. El título es también desconcertante, Les faux-monnayeurs, los falsificadores. Ahora me pregunto yo si no serían tan ciertas las historias que pudieses contar tú de las fotos de Jeff Carter como las que pudiese contar él mismo. En fin, te dejo aquí, pero nos vemos pronto. Y charlaremos, si quieres, de este tema y de aquellas otras cosas pendientes que no me acabaste de contar la última vez. Sí, en un bar. Te toca invitar a ti. Cuídate. Siempre, JL

[Cultura] En un jardín

Ya lo verías ayer en nuestra página de Facebook. Apareció una entrada. ¡No me digas que no la viste! Las fotos eras bonitas. Sí, sí, todas lo son. Pero estas más. ¿Cuáles? La de los jardines. Todo venía por una entrada del portal España es cultura. Es un portal de promoción de la cultura de España, del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Te decía lo de la entrada. Pues proponían esto: “Un paseo veraniego por nuestros jardines históricos”. Lo veraniego, visto desde aquí pues como que no. Estamos ahora en invierno, y al verano le faltan unos meses y unos pocos más de grados. El caso es que quería llamar tu atención sobre las fotos. ¡Ay, qué fotos! Debe ser que con la distancia las agrando, las magnifico. Digo las emociones (de ver las fotos), no las fotos. ¡Ja, ja! Tú imagínate ahora, dándote un paseo por el Retiro de Madrid, o por La Granja de San Ildefonso, en Segovia, y por el Monasterio de Piedra, en Zaragoza, o por la Alhambra de Granada, y el Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba, o por el Pazo de Oca, en Pontevedra. Bien, que están a 40 grados allá, en España; bueno, quítale unos pocos. Y sin el vendaval de Sídney de hoy, que levanta mucha polvareda. Nada, imagínatelo. El jardín es la idea del paraíso, ¿no? El otro día leí, sí en esas noches de insomnio, que el primer emperador de la dinastía Mogol, Muhammad Zahir al-Din Babur (1526-1530), dejó escrito en sus memorias (Baburnama) que quería que le enterrasen en un jardín, en Kabul (en el ahora Afganistán). Él murió en Agra, pero luego, su hijo y sucesor, Nasir ud-din Muhammad Humayun, se encargó de que lo enterraran según los designios de su padre en lo que se conoce como Bagh-e Babur, los Jardines de Babur. Una belleza de sitio, camino de la otra vida. Fíjate tú lo importante del jardín. Esto lo leí en un libro. Y también leí que el emperador Humayun, el hijo de Babur, se murió como consecuencia de una caída que sufrió en su biblioteca. Un hombre culto, de cultura. Como su padre, que también le gustaba cultivarla. En fin, todo esto me hizo pensar también en los libros que me compré hace 3 años, en un viaje a Nueva York, en la St. Mark’s Bookshop, en el 31 de la 3ª Avenida, y que por casualidad estaban cerca de mi cama. El primero, de Robert Pogue Harrison, se titula Gardens, An Essay on the Human Condition. No te pierdas la dedicatoria: “Para Eva y sus hijas”. Hay un capítulo que me gusta mucho “On the Lost Art of Seeing”. El segundo libro es del argentino Alberto Manguel, y que lleva por título The Library At Night. En éste, hay un capítulo “Library As Mind” que habla del fresco del siglo XV de la Catedral Santa Cecilia, de Albi (sur de Francia), en el que se ve una escena del Juicio Final en que las almas desnudas caminan con libro abierto en sus manos, el Libro de la Vida. Como tú bien sabes, el Apocalipsis dice algo así como que “los muertos serán juzgados por aquello que fue escrito en los libros”. Y le daba vueltas yo al Baburnama, de Babur, del hecho del libro y que en ese libro viniese lo del jardín… Y yo ahora caminando por Segovia o Sevilla, viendo esas hileras de árboles y plantas, oyendo el chorro de las fuentes, y el silbido de los pájaros… Menudo paseo te estoy dando. Me voy por las ramas, nunca mejor dicho. ¡Lo que se me ocurrió viendo las fotos de los jardines! Si quieres un paseo auténtico vente a ver la exposición del Camino de Santiago, desde el miércoles de la semana que viene, que verás nuevas fotos. Y por nuestra biblioteca, que tiene muchos libros, también del Camino y de otros temas. Y así te dará para escribir lo que sientes, que me escribes poco, y menos de lo que sientes. Un abrazote, JL

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