El abuelito Franz nació en 1920 que dio la casualidad que en el apogeo de su juventud coincidió con el amanecer de la segunda Guerra mundial. Como todos los varones fornidos en Alemania en este tiempo, Franz tuvo que alistarse en el ejército y le mandaron- a la compañía de un puñal de chavales de acero- a alguna esquina dejada de la mano de Dios en Rusia.
Fue el lugar que quedaba reservado para los que solo aprobaron su ingreso en el ejército porque eran compinches o primos de los oficiales examinadores. Mientras su futura esposa bailaba con los soldados franceses, a despecho inocente de que era técnicamente la súbdita de Francia, Franz tiritó, solitario, bajo una manta fina, inepta en la lucha contra el invierno violento.
Tras 65 años, una vida llenita, noches bajo un edredón ahuecado por las manos cariñosos de la abuelita Erika, el nacimiento de dos niños y una nieta (yo), Franz cuenta con orgullo como él, como único de su partido, sobrevivió el invierno y recibió una medalla helada por su éxito. La medalla queda escurridiza, y como me susurra la abuelita, Franz fue despachado a casa al cabo de tres meses por un accidente chiripa, en el cual una astilla de granada lo hizo medio sordo.
Franz vigila al mundo desde su silla de ruedas delante de la ventana, pero no mira la escena idílica que le presenta la aldea pintoresca afuera, sino que observa lo que ocurra desde un espejo, expectante de que un espía ruso podría entrar por la puerta y atacarle por la espalda. Así pasa su tiempo, apretando a su espejo, convencido de un agredido, y a veces me grita “¡Comandante!” cuando Erika entra el cuarto, cierto de que ha llegado por fin el espía ruso con su escuadrón siguiendo cerca detrás. La abuelita Erika lo reprende, pero Franz le mira con desconfianza todo el día y rechaza todo tipo de alimentación, sospecha de que sea envenenado.
Cuando yo era chiquita, Franz crió a conejos magníficos con pelo de nieve, y ojos rojos que me parecían como dos círculos aterradores de fuego. Mi abuelo tenía la costumbre de caminar sigilosamente hasta la jaula y abrir, en secreto, las puertas que encarcelaron a los conejos. Como cría, yo me arrastré detrás de él con la certidumbre de que éramos parte de una misión de suma importancia. Dentro poco tiempo, se oían los gritos enfadados de la abuelita Erika, y Franz me jalaba: teníamos que irnos de prisa, sino los rusos también nos tomaran prisioneros, como lo hacían a sus compañeros. Mirábamos, apretados al suelo, como el comandante de las tropas rusas, enojado de que los conejos habían pisoteado sus flores, los atrapó de nuevo en la jaula.
Con edad, Franz se escapa más y más en el mundo aventuroso de su imaginación, y, aunque físicamente está encadenado a su silla de ruedas, estoy segura de que, en su mente, corre muchos kilómetros, y que este es el secreto de su supervivencia.
Priska K.
Barton Court Grammar School