Cómo volver a Java en tres tragos
Cada día me levanto a las siete, preparo una taza de café, me lavo, me visto, me peino, me pongo maquillaje, agarro un paquete con la comida preparada el día anterior y salgo corriendo de la casa casi siempre retrasada. Paso mi calle tranquila y un minuto después estoy absorta en la muchedumbre que sale corriendo de su casa.
Es como una carrera: ¿Quién alcanzará primero el cruce? ¿Quién será capaz de deslizarse entre los coches en movimiento? ¿Quién te insultará con un dedo? Esta situación me pone muy nerviosa y después de cinco minutos necesito algo que me ayude a sobrevivir. Tuerzo a la izquierda y allí hay una cafetería con el café más maravilloso de Dublín, mi templo pequeño, mi dulce guarida.
Como cada mañana paso la puerta y entro. No hay mucha gente (la mayoría está corriendo en la carrera). La que está aquí parece relajada, sin problemas ni preocupaciones, pero esta vez, algo es diferente. Mis ojos no pueden ver todavía, pero mi olfato me dice:
– ¡El olor no es el mismo! ¡El olor no es el mismo!” ¡No puede ser! Me entra el pánico. Mis ojos empiezan a ver. Los emblemas de Lavazza desaparecieron, la máquina de café, las pancartas, los vasos, las servilletas gritan “¡Java!”
¿Qué pasó?… – chillo intentando parar el temblor de manos. – ¿Qué pasó con Lavazza?
– Nada – responde el hombre con su regular sonrisa. – Cambiamos el distribuidor. Sabes… Lavazza está cara y ahora tenemos el café de República Java. Es bueno y más barato. ¿Quieres lo de siempre: vainilla latte para llevar?
– Noo, no sé… me parece que sí… – gimo.
– Vale… Vainilla latte como quieras. 2 euros por favor. No notarás la diferencia. Vas a ver – añade el hombre riéndose.
No sé que responder. No digo nada. Estoy esperando mi taza. Cuando estuve en Java todo me gustó: las vistas, la gente, los templos, el ambiente de amenaza de volcanes, la cocina, las costumbres, TODO, pero… no el café. Era terrible.
Tres minutos más y mi café está preparado. Agarro el vaso de plástico con el letrero “Java” y lentamente voy hacia la puerta sintiendo que el fracaso esta acercándose. Estoy fuera de la cafetería, pienso: “Esto es el fin, nunca volveré”.
Miro al lugar con los ojos llenos de dolor, como el acto de despedida, suspiro y tomo el primer sorbo. No es bueno, como suponía.
El segundo trago… sí… el mismo mal sabor que cuando… me senté con el grupo en una pensión pequeña calentándome después del viaje muy temprano al volcán Marapi que vimos con los rayos de alba.
El otro trago… el mismo sabor que cuando… probé mis primeros crepes con chocolate y quesadilla después del descubrimiento del templo mágico de Prambanan.
Un gran trago y las calles de Dublín desaparecen y otra vez me siento en la casa pequeña de la mujer más vieja en el pueblo situado cerca de Yogyacarta. Esa mujer toma los granos de café fresco, los muele con un mortero muy antiguo, con sus manos secas pone la olla con el agua al fuego y cuando está hervida la derrama en los vasos llenos de café molido. No sirve leche. No tiene. Los indonesios no beben café con leche. El primer sorbo me parece extraño pero en el siguiente descubro el sabor del chocolate. Bebo relajada, sonrío, me siento tranquila, disfruto del sol.
Otro pequeño trago… y nado en el Mar de Java. El agua está tibia pero agradable, muy agradable. Estoy a miles de kilómetros de la vida cotidiana.
***
Me levanto a las siete. Preparo un café, me lavo, me visto, me peino, me pongo maquillaje, agarro un paquete con la comida para el trabajo y como siempre, retrasada salgo corriendo de casa. Me meto en la muchedumbre, corro en la carrera diaria, cruzo las calles, alguien me muestra el dedo, tuerzo a la izquierda, entro a una cafetería y compro el café más maravilloso de Dublín.
Julia Janiszewska
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