Rafael Gumucio (Santiago, Chile, 1970) ha trabajado como periodista en numerosos diarios nacionales chilenos, españoles y en el New York Times. En 1995 publicó el libro de relatos Invierno en la Torre y la novela Memorias prematuras. Posteriormente salieron a la luz Comedia nupcial, Los platos rotos yPáginas coloniales. Su última obra es La Deuda (2009). Actualmente es Director del Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales y co-conductor del programa Desde Zero en Radio Zero.
Carmen Sanjulián: —Rafael, eres escritor y humorista, pero escribes cosas muy serias Hay novelas como La deuda, por ejemplo, en la que haces una denuncia de un Chile actual en el que pasan muchas cosas.
Rafael Gumucio: —Yo generalmente escribo cosas serias, no intento ser cómico. En la vida real, parece que soy bastante más cómico porque soy torpe y me resultan las cosas distintas a como yo quiero hacerlas. Sí creo que lo que escribo tiene cierto humor, en el sentido de que tiene una visión un poco más amplia de la realidad. No hay ninguna idealización, los personajes están mostrados en su pequeñez, su ridiculez y en su belleza también. Está todo junto. Para mí la palabra humor significa eso. Significa ser capaz de ver la realidad en todos sus amplios matices No considero que el humorista sea alguien que haga chistes o que sea alguien divertido.
Carmen Sanjulián: —Además en La deuda hablas de la culpa. Hace poco Javier Marías hablaba de que se ha perdido el sentimiento de culpa. Antes todo hacía que nos sintiéramos culpables y ahora todo vale. ¿Por qué crees que hemos pasado de un extremo a otro?
Rafael Gumucio: —Yo creo que es un cambio de sociedad. Es un cambio que tiene que ver con una cierta economía. Chile es un ejemplo paradigmático de ello porque Chile vivió una revolución neoliberal de una gran importancia. Hicimos reformas neoliberales antes y más profundas que otros. Esto en un país católico, culposo, con un pasado político cristiano y socialista y comunista lleno de culpabilidad, crea en las personas evidentemente una especie de choque imposible de absorber entre lo que aprendieron de pequeños, lo que aprendieron de su familia, y lo que la sociedad les está pidiendo.
La novela se llama La deuda porque uno de los principios básicos de la economía neoliberal es que uno tiene que deber. La deuda no es un problema, es una cualidad. El dinero no es el que tú tienes sino el que adeudas. Y esa deuda nunca se paga… Hasta que nos damos cuenta de que al final sí se paga, como ha pasado en España y en todas partes del mundo. Pero la idea que se nos vendió durante veinte o treinta años es «Mira, tú no puedes vivir con el dinero que tienes debajo del colchón, no puedes vivir con tus ahorros, tienes que endeudarte y luego la deuda te hace parte de la sociedad». La deuda se transforma en una especie de ciudadanía, de identidad. El banco pide que tú tengas deuda, hasta que ya no pudiste pagar. Pero al principio el banco le dijo a la gente «Endéudense. Paguen esto a veinte, a treinta años». Y claro, en la vieja cultura, la cultura del ahorro, de solo pagar lo que tengo cuando lo tengo, es la vieja cultura de la culpa, que también tiene que ver con eso, con qué responsabilidad tengo yo en lo que pasa a los demás. Esa cultura fue combatida y produjo un choque.
La transición chilena y lo que pasó en Chile me resultaba muy llamativo porque creo que eso se trasladó a la vida privada, íntima mía y de todos mis amigos, y quise transcribirlo. Yo no soy un sociólogo, no pretendo hacer novela sociológica, pero me interesaba justamente ese nuevo equilibrio entre una cultura que reivindica la culpa y el arrepentimiento, el escrúpulo, y otra cultura que piensa que el arrepentimiento y el escrúpulo es un bloqueo, es una forma de no progreso, de quedarse estancado en la nada, y cómo esas dos culturas chocan en la vida privada, íntima, de las personas, y construyen nuevos personajes monstruosos.
Yo mismo he tenido que romper con la culpa en la que fui educado, yo mismo he tenido que ser parte de esta sociedad liberal, y lo he hecho con alegría. La novela me hizo descubrir el valor de la culpa, que es un valor paradojal porque lo que yo digo es que la culpa es muy empequeñecedora, es muy triste, es muy bloqueante, pero es mejor que la no culpa. Es decir, la otra promesa, la vida sin culpa, es un desierto sin remisión. La verdad es que no prometo ningún paraíso. Vivir con culpa es horrible y vivir sin culpa es peor.
Carmen Sanjulián: Cuando se produce el golpe de estado en Chile, tú solamente tenías tres años y te vas con tu familia al exilio. Sin embargo, tu abuelo funda el partido democristiano en Chile, tu padre también se implica ayudando a muchos otros. Eso, aunque eras un niño, evidentemente te marcó, y de ahí quizás surge Platos rotos.
Rafael Gumucio: —Sí, la verdad es que la historia política de Chile era algo completamente íntimo en mi caso, del día a día, absolutamente cotidiano. Yo pasé los primeros años de mi vida en París, exiliado, y aquello era como vivir doblemente en Chile.
Vivíamos mentalmente en Chile y en la historia de Chile. Mi abuelo, mi bisabuelo y casi toda mi familia estuvo implicada en la historia de un país que es muy pequeño y muy familiar, y sucede un poco como pasa con Dublín: a veces, sociedades muy pequeñas y muy provinciales, sin demasiada importancia, se ven implicadas en la historia. En el caso de Dublín, en la historia literaria de una manera totalmente desproporcionada. El símbolo Chile, lo que Chile significa para el mundo, lo que significó para la historia, no tiene nada que ver con su tamaño, la cantidad de habitantes o la productividad del país. Somos un país de América Latina pequeño, sin embargo, hemos producido una cantidad de símbolos mundiales importantes.
Como yo tenía acceso a esta fuente, para mí era interesante contar nuestra historia. Paradojalmente, este libro nació cuando yo vivía en Madrid. Cuando uno vive fuera empieza a obsesionarse con el país propio. De hecho, decidí volver a Chile porque no quería ser tan chileno. Estaba transformándome en un ser folclórico.
Carmen Sanjulián: ¿Cómo fue tu vuelta a Chile? ¿Te sentiste exiliado al llegar?
Rafael Gumucio: —Fue una experiencia que todavía no puedo calibrar. Yo viví hasta los catorce años en París y llegué a Chile en plena dictadura, en plena crisis económica, en un momento de miseria y con mucha represión. Apenas llegamos, apareció una lista de gente que no podía estar en Chile, así que viví clandestino seis meses, aunque a los catorce años no había hecho aún nada. Todo me invitaba a arrancar y huir. Sin embargo, el hecho de sentirme «importante», tan importante como para estar clandestino, resultó un alivio en un joven con problemas de autoestima y que había sufrido toda la dislexia y toda la represión de la cultura francesa. Así que extrañamente, llegué a un lugar que era un purgatorio, si no un infierno, y me resultó un paraiso, me sentí cómodo inmediatamente.
Por otro lado, ser escritor en Chile en esa época era algo absolutamente imposible y sin ningún futuro, y a los catorce o quince años, las cosas imposibles son una gran ayuda porque te protegen de la realidad. Todo lo que me salía mal en la vida pasaba a un segundo plano porque yo estaba embarcado en un proyecto absolutamente solitario y que requería todo mi tiempo, espacio y mente.
Carmen Sanjulián: —¿Te han dado muchas veces gato por liebre?
Rafael Gumucio: —Sí, pero yo también lo he hecho a veces.
Carmen Sanjulián: —Gato por liebre es uno de los programas de humor que tenías, junto con Plan Z. ¿Cómo te embarcaste en esa historia?
Rafael Gumucio: —También por azar, porque como ser escritor en Chile era imposible, porque no había editoriales ni lectores, tuve que embarcarme en el periodismo y hacer un poco de todo. Yo veía mucha televisión y escribía una crítica de televisión en una revista. Alguna gente la leyó y le dio la idea de que yo podría hacer televisión.
Carmen Sanjulián: —Contra la belleza, un ensayo en el que criticas de alguna manera la sociedad en la que vivimos, que premia la belleza. ¿Qué hay de verdad en eso?
Rafael Gumucio: —Es contradictorio, porque los parámetros estéticos son muy importantes para mí. Juzgo a las personas por su belleza o por su fealdad y soy bastante superficial. Me hice una autocrítica. Nació una colección en la editorial Tumbona, una editorial mexicana, que era contra distintas cosas, y me dijeron contra qué quería escribir, y dije «bueno, contra la belleza». No tenía ninguna idea, pero al investigar, me di cuenta de que la idea de la belleza visible, o de la belleza perceptible, ha sido uno los problemas del arte.
El arte ha luchado en contra de la belleza, porque la belleza tiene una implicación política esencial que es lo que me interesaba denunciar. Creo que pasa un poco como con La deuda. La belleza es el símbolo más atractivo de la injusticia. La injusticia social o genética encuentra en la belleza un ejemplo vivo. Podríamos vivir en una sociedad totalmente igualitaria, podríamos todos ganar lo mismo, pero siempre habrá unos que serán más bellos que otros y, fatalmente, los bellos se casarán entre sí y tendrán hijos más bellos aún, y luego se creará una sociedad en la que los bellos gobiernen a los feos.
Cuando las sociedades son más desiguales, la belleza crece en ellas, y cuando las sociedades son más igualitarias, la belleza es perseguida. Por supuesto, es un juego de suma cero, porque ninguna de las dos puede ganar totalmente la batalla. Dios sabe que si yo viviera en una sociedad igualitaria en que la belleza fuera perseguida, no podría soportarlo. Soy más capitalista que socialista, pero entiendo perfectamente que hay un problema ahí y que la belleza no es inocente. Se nos dice: «si a usted le gusta la belleza y odia la fealdad, tiene que soportar las injusticias sociales porque son del mismo orden: hay gente más bella que otra, hay gente más fuerte que otra y hay gente más rica que otra. Así son las cosas y no van a cambiar». Ese es el discurso que hay detrás de la propaganda de la belleza que me resulta intragable.
Carmen Sanjulián: —Escribes Memorias prematuras con veintinueve años. ¿Cómo se te ocurre?
Rafael Gumucio: —De hecho fue una condena, porque después de eso ya no tengo nada más que decir… No, fue un reto también suicida, porque un amigo mío había leído una entrevista en la que yo contaba un poco mi infancia y adolescencia y me dijo: «Tienes que escribir sobre eso».
Yo estaba en un momento de alto desprestigio literario. Había escrito un libro que había sido destruido por la crítica, y esto me pareció una salida, no sé porqué. Me pareció que tenía una doble ventaja. Si el libro salía mal, mi muerte era permanente. Y si el libro salía bien, era un gesto de audacia. Y lo hice cuando todos mis amigos se burlaban, pensaban que era un gesto de arrogancia. Porque además, el libro lo escribí a los 29 años, pero la trama del libro termina cuando yo tengo 26, ni siquiera escribí hasta los 29. Y claro, lo pensé como una novela. Todos los datos son reales, todos los personajes son reales, pero la estructura en que está pensado es como una especie de novela en la que intento mostrar un aprendizaje y el choque de un joven con la idea que él mismo se ha hecho de si mismo y que su padre o su sociedad le ha hecho, que es la idea de ser un genio. Y cómo este joven tiene que descubrir que es normal. Lo que siempre es una decepción muy grande.