Los narradores mudos
“Irlanda es un país de narradores de historias, cargado de fantasmas propios”. Esto estaba escrito en una revista que leía. La revista acabó entre la basura de los cubos en las oficinas que limpio. Guardo algunas de las revistas para ayudarme a aprender inglés. Y pensé: nosotros somos los fantasmas.
Nosotros que llevamos a cabo el trabajo invisible, fregando platos, sacando basura, limpiando oficinas, torciendo los cuellos de pollitos, escondidos en cocinas estrechas de restaurantes, mataderos fétidos, o trabajando de noche después de que todos hayan vuelto a la casa. Nosotros sin papeles, sin voces, invisibles, transparentes, nos miráis como si no estuviéramos aquí. Nos arrastramos en vuestros países gracias a esfuerzos ocultos –el hambre, la amenaza de guerra, el mercado– y viajamos escondidos en contenedores, en barcas improvisadas, con identidades ficticias, pasaportes falsificados.
Muchos de nosotros nos morimos de frío, ahogados, matados. A veces veis cuerpos traídos por la corriente en vuestras playas como medusas, que no se mueven más, harapientos, haciéndose opacos en la luz del día. Los que sobrevivimos nos ganamos la vida preparando vuestra comida, limpiando vuestros platos, sacando vuestra basura.
A veces ya no hay trabajos, la corriente económica que nos trajo cambia, y tenemos que ir con esta corriente, y empezamos otra vez en un país diferente, con riesgos nuevos, una lengua nueva. Y seguimos. Porque no tenemos alternativa. Todos nosotros tenemos historias de atravesar desiertos, océanos, de cambiar identidades, de ahorrar y perder dinero, del sacrificio, del engaño, de la pérdida, de la muerte. No oís nunca estas historias, porque no podéis oírnos, no podéis vernos.
Pero os vemos. Vemos que os hacéis rellenitos y perezosos. Y vemos más. Vemos como cada día vuestra piel se hace más fina, más transparente, y os hacéis cada vez más borrosos. Porque el mundo no ha dejado de girar. Ya algunos de vosotros habéis salido, para haceros fantasmas que rondan otros países. Más seguirán. Y el mundo seguirá girando. Algún día, tal vez pasado mucho tiempo después de hoy, nos tocará el turno de contar las historias. Y os tocará el turno de quedaros callados y escuchar.
Stephen McFadden
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Hielo
Cuando era niño mi hermano mayor, Ernesto, me molestaba inventando relatos. Según él, en un país que se llama Groenlandia vivían muñecos de nieve que no comían más que empanadas y pasteles de nieve. También me dijo que cuando nació ya tenía ocho años, y que no había sido un bebé como yo. Como Ernesto era unos doce años mayor que yo, a mis ojos era casi un hombre, y por eso tendía a creerle todo lo que decía. Además, resultaba que algunas de sus historias eran verdad, así que yo no podía estar nunca seguro de cuánto de real había en el mundo extraño y maravilloso de sus historias.
Me acuerdo de la primera vez que vi el hielo. Tenía tres años. Había sido una noche muy fría y me levanté temprano. Estuve asombrado de ver los cristales de las ventanas cubiertos de una capa de escarcha porque podía verse el jardín transformado en un país reluciente, blanco de maravillas. Pronto estuvo Ernesto a mi lado, explicando que Juan del Hielo había cubierto el mundo de cristal para proteger a todos de envejecer o morir. Le creí totalmente, y cuando el hielo se derritió, me desilusioné. Sin embargo, Ernesto tan solo se rio como siempre.
Cuando Ernesto consiguió un empleo como camarero en un trasatlántico, me emocionaba pensar en los países extraños que Ernesto iba a ver y las historias que podría contarme. Según Ernesto, iba a viajar a América, un país enorme. Me dijo que en el norte de este país hace tanto frío, que la llama de un fósforo de un viajero se congelará, y no se descongelará hasta que el viajero viaje al sur. En cambio, en el sur de este país, hace tanto calor que las personas que quieren charlar tienen que chupar cubitos de hielo para evitar que sus palabras se incendien cuando hablan. El centro del país es el mejor lugar para establecerse, me dijo, y allí construiría su casa cuando hubiera hecho fortuna. Prometió traerme un recuerdo de su viaje.
Cuando tuvimos noticias de que el buque de Ernesto había chocado con un iceberg, todavía esperaba que Ernesto volviera a la casa con historias maravillosas de su salvación milagrosa. Cuando recibimos notificación oficial de su muerte después de cuatro días, el hielo agarró mi corazón.
Comprendí entonces que el mundo no es un lugar maravilloso, como en las historias de Ernesto, sino un lugar frío y peligroso. Volví la espalda a historias idiotas, y desde entonces me ocupé de los hechos duros de la vida.
He encontrado un enfoque útil a la vida. Dos guerras mundiales han confirmado mi punto de vista, y he forjado una carrera exitosa como investigador para una compañía de seguros. Ahora tengo familia propia. Anteanoche mi hijo más joven vio la nieve por primera vez. Se emocionó. Iba decirle que la nieve es simplemente agua congelada. Sin embargo, en vez de eso, me oí decir que los copos de nieve son la comida de los muñecos de nieve. Y sentí un parpadeo, como una llama, adentro.
Stephen McFadden
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A veces
(Con disculpas a Goytisolo)
A veces
Alguien te roba tu lugar para aparcar con una sonrisita
Alguien te hace un saludo con el dedo
Alguien te engaña con una sonrisa
Alguien habla pestes de ti para divertirse
Alguien se ríe a carcajadas al oír tu nombre.
A veces
Te encuentras con personas que se comportan como si fueran de una especie diferente, y
Te imaginas abriendo un túnel al otro lado del globo, y
Te sientes que has ascendido al cielo, y
Te encuentras antiguo y sereno, y
Te quedas indiferente a los regalos del mundo.
A veces
Una mujer se oculta dentro de una muñeca pintada
Una muchacha canta y te olvidas
Un par de zapatos nuevos te hace rozadura en los pies
Un poema te pone de los nervios
Un resto carbonizado en tu casa te recuerda que compres una pila para el detector de humo.
A veces
Dan un documental en televisión y te acuerdas de un hombre que en la vida era ridículo
Te hablan con urgencia, y sueñas con relojes de pie
Encienden las luces y te descubres leyendo un periódico en la oscuridad
Te disparan en la espalda y caes al suelo riéndote
Han cumplido tus órdenes al pie de la letra.
A veces
Te quedas atascado en un ascensor por la noche con dos policías gordos
Hablan en las lenguas del hombre y quisieras aullar como un perro
Mientras alguien te espera en un bar, arruga una servilleta y termina su copa
Repican las campanas entonces y levantas la vista y ves al jorobado que te guiña el ojo
Miras el mundo a los ojos, y es como si todos los relojes de pie del planeta sonaran al mismo tiempo.
A veces
Sólo a veces, todo tiene sentido.
Stephen McFadden
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Feliz Navidad a La Bella durmiente
Mi Bella durmiente, escribo para desearte una Feliz Navidad y un Año Nuevo pacífico.
Escribiendo esto recuerdo que dos años han pasado desde el día en el aeropuerto cuando nos encontramos y cambié mi billete de vuelo a Londres por un billete a Nueva York, para no dejarte.
Recuerdo volver triunfalmente a la sala de embarque, agarrando un billete para el mismo vuelo que el tuyo a Nueva York, y cómo me conmovió ver que te habías dormido, evidentemente agotada por tus viajes. Te vigilé mientras esperaba la llamada para nuestro vuelo, y tomé tu brazo para conducirte al avión cuando llegó el tiempo de embarcarnos. ¿Fue simplemente mi imaginación, o sentí una chispa de electricidad entre nosotros cuando te toqué esta primera vez?
Recuerdo cómo, cuando te habías sentado en el avión y yo había puesto tu maleta en el casillero, tú en seguida te hiciste un ovillo en tu asiento y te quedaste dormida. Dormías tan profundamente, recuerdo cómo te había mirado fijamente mientras dormías, encantado por tu belleza. El efecto de tu belleza no había disminuido, pero ahora me sentaba, no al lado de ti, sino al fondo del avión. Hice muchos viajes al baño solamente para vislumbrar tu cuerpo durmiente.
Recuerdo mi confusión cuando, mientras esperábamos nuestro equipaje en JFK, me dijiste que ibas a tomar un vuelto a Uruguay, tu patria. No había resuelto aún cómo podría asegurar la continuación de nuestra relación, y la idea de perderte después de todo me sumió en una profunda desesperación. ¡Cómo saltó mi corazón cuando te volviste hacia mí, mientras levantabas tu equipaje de la cinta, y preguntaste soñolientamente: “¿Pero no vas a venir conmigo?” No pude apenas creer mi suerte. ¡La mujer más bella que había visto en mi vida correspondía mis sentimientos!
Nuestra comunicación durante el viaje a tu casa en Uruguay siguió un esquema ya conocido, con conversaciones soñolientas en salas de embarque y en estaciones de autobús, y yo vigilándote, hechizado, mientras dormías durante el largo viaje en el avión, autobús, y finalmente en un taxi antiguo.
El recuerdo de nuestra llegada a la casa de tu familia a la luz del sol de la tarde sigue todavía vivo. Recuerdo la gran casa laberíntica lejos del pueblo, como si estuviera abandonada, rodeada de vegetación tupida. El jardín, invadido por las plantas donde enormes flores llenas de color inclinaban la cabeza, cada una atendida por un picaflor trabajador, y por supuesto, tu madre y tus dos hermanas, durmiendo sonoramente en hamacas colgadas entre los postes de madera en la veranda delante de la casa.
Claro, tus hermanas eran bellas aunque en mis ojos no eran ni por asomo tan bellas como mi Bella. Tu madre, una bella marchitada, tenía facciones fuertes ablandadas por una capa generosa de carnes. Con su largo pelo negro ahora rayado con gris y su cuerpo corpulento, se estremecía y se rizaba con cada ronquido raspador. Parecía una bruja algo benigna.
Mientras te cambiabas de ropa y ya que todas las otras en la casa seguían disfrutando de lo que parecía ser una siesta prolongada, exploré los extensos jardines. Claramente se habían descuidado. Noté muchas tareas pequeñas necesarias, que pensaba hacer más tarde, para ganarme a tu familia.
Cuando volví de mis exploraciones, ya no había huella de mi Bella, y tu familia seguía durmiendo audiblemente en la veranda. Observé un par de conejos muertos y unas verduras recién cogidas en la mesa, y ya que no tenía otra casa que hacer y empezaba a tener hambre, comencé a preparar un rico guiso de conejo. Cuando estaba casi preparado, saliste de tu dormitorio con una sonrisa adormilada, desperezándote y restregándote los ojos. Al mismo tiempo, una a una, tu madre y tus hermanas entraron de la veranda bostezando y se sentaron contigo en la mesa. Cada una me sonrió mientras servía el guiso pero por lo demás no mostraron ni sorpresa ni interés en mi presencia.
Madre e hijas comieron con afán, y yo tenía muchas ganas de charlar antes de la comida. Sin embargo, parecía que el guiso hacía un efecto soporífico en tu familia porque una por una os dormisteis alrededor de la mesa. Recuerdo que me sentí muy solo sentado en el silencio roto solamente por ronquidos contentos y gruñidos esporádicos del perro grande que dormía en la veranda.
***
Ya estaba oscureciendo y empecé a preguntarme dónde dormiría esa noche. Estuve a punto de comenzar a buscar un cuarto de huéspedes, cuando de repente te despertaste y sonriendo me hiciste señas para que te siguiera. Me pareció que mis fantasías más descabelladas estaban a punto de ser realizadas. Había soñado a menudo con acostarme con La Bella. Claro, no tenía en mente el sueño en sí, y me llevé una desilusión cuando te acurrucaste en la gran cama de madera e inmediatamente te dormiste. Sin embargo, me dije que compartir tu cama era una señal de que nuestra relación se hacía más íntima, cuando yacía, totalmente despierto, mirándote mientras dormías.
Debí de dormirme hacia la mañana, porque cuando me desperté había restos de comida en la mesa de cocina, y tú y tu familia os habíais acostado en vuestras hamacas en la sombra de la veranda y el aire estaba pesado con los sonidos del sueño. Como no había nada de comer en la casa, me di cuenta de que tendría que valerme por mí mismo, y por eso salí a buscar algo a la selva casi primigenia que lindaba con el jardín.
Los días pasaron rápidamente, cada uno como el anterior. Me levantaba tarde, habiendo pasado la noche despierto, fascinado por la belleza de La Bella. Tus sonidos del sueño y de tu familia me saludaban, mientras os tumbabais como leonas que se habían atiborrado de su presa. Salía para buscar comida, penetrando siempre más lejos en la espesa selva, casi esperando encontrar un dinosaurio o un lagarto volador, cada vez más enloquecido de hambre, agotamiento, y amor.
Algunos días tenía suerte y podía cazar un conejo, o coger un pescado. Una vez incluso casi separé tres cerditos salvajes de su madre enfurecida pero a menudo volvía solamente con nueces y bayas. Tú y tu familia seguíais estando lacias y sin embargo bien alimentadas comiendo lo que yo os había traído, antes de poderme levantar. A veces me daba la impresión de que recibíais otros obsequios de comida, y me imaginaba que había otros hombres fuera en la selva, enloquecidos de amor y hambre, buscando cosas buenas para ti y tu familia.
Un día, mientras buscaba comida en el páramo, vi a alguien mirándome fijamente por las ramas; descuidado, demacrado, con aspecto de loco en sus ojos. Nos contemplamos un momento, cada uno reconociéndose en el otro, antes de retirarnos horrorizados y huir sumergiéndonos en el sotobosque tan rápido como posible.
Fue en ese momento cuando reconocí que tendría que tomar medidas para cambiar mi destino. Estuve decidido a no volver a la casa del sueño. Me quedaría aquí en el páramo pues supe que no sería yo el que despierte la Bella durmiente. Pero, si no puedo ser el que te despierte, entonces me aseguraré de que nadie más te despierte tampoco y de que tu existencia soñadora continúe tranquilamente.
Os sigo dando mis ofrendas de comida mientras que tú y tu familia dormís. Y, mientras estoy sentado aquí en mi cabaña en un árbol, inspeccionando la selva contra intrusos, sueño que un día te obsequiaré con algo, quizá una invención maravillosa, que te permitirá continuar siendo mi Bella durmiente para siempre.
Stephen McFadden