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Blog del Instituto Cervantes de Bruselas

Biblioteca Gerardo Diego

Ciudades de novela negra: Madrid. Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina

El 5 de agosto de 2013 en Exposiciones, Novela, Novela negra por | Sin comentarios

MADRID

MadridMadrid no deja indiferente a Darman, el asesino de Beltenebros ideado por Muñoz Molina. Una de sus rutas preferidas cuando va a la ciudad es la que lleva de Atocha a Cibeles. Si volviera ahora a Madrid, varias décadas después, la en contraría completamente transformada. La estación de Atocha ha sido completamente renovada y bajo su techo de cristal, adonde llegan trenes procedentes de diferentes puntos de España, se encuentra ahora un jardín tropical, antesala de un moderno terminal de trenes de alta velocidad. Y de ahí a la Cibeles, siempre hay que recorrer el Paseo del Prado con sus árboles majestuosos, ahora transformado en un Paseo del Arte sembrado de las mejores pinacotecas de España.

Madrid ne laisse pas indifférent à Darman, l’assassin à gage de “Beltenebros” imaginé par Muñoz Molina. Une de ses routes favorites chaque fois qu’il allait à la ville était celle qui le conduisait d’Atocha a Cibeles. S’il devait revenir visiter Madrid aujourd’hui, plusieurs décades plus tard, il la trouverait totalement transformée. La gare d’Atocha a été complètement rénovée et sous son toit de verre où arrivaient les trains en provenance de tous les points d’Espagne, se trouve aujourd’hui un jardin tropical, anti-salle d’un terminal moderne de trains à grande vitesse. Et d’ici à la Cibeles, il faut  toujours parcourir le Paseo del Prado avec ses arbres majestueux, mais celui-ci s’est transformé en un Paseo del Arte, parsemé des meilleures pinacothèques d’Espagne.

Beltenebros“Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca. Me dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida secreta, nombres en general irreales, como de novela, de cualquiera de esas novelas sentimentales que leía para matar el tiempo en aquella especie de helado almacén, una torre de ladrillo próxima a los raíles de la estación de Atocha donde pasó algunos días esperándome, porque yo era el hombre que le dijeron que vendría, y al principio me esperó disciplinadamente, muerto de frío, supongo, y de aburrimiento y tal vez de terror, sospechando con certidumbre creciente que algo se estaba tramando contra él, desvelado en la noche, bajo la única manta que yo encontré luego en la cama, húmeda y áspera, como la que usaría en la celda para envolverse después de los interrogatorios, oyendo hasta medianoche el eco de los altavoces bajo la bóveda de la estación y el estrépito de los expresos que empezaban a llegar a Madrid antes del amanecer.” ………

“Me dieron su foto y un sobre cerrado que contenía el pasaporte que él estaba esperando para poder huir y un fajo de extraños billetes españoles. Ése era el cebo, el pasaporte y el dinero que él había pedido, pero me dijeron que tuviera cuidado, porque recelaría, que nadie más que yo podría ir al interior y ejecutarlo sin peligro, y recordaron mi pasado de tantos años atrás y mi pasaporte británico, admirando o reprobando en silencio, con un poco de rencor, la hechura de mi gabardina blanca y los puños de mi camisa con gemelos de oro.” ………

“Cada vez que volvía a Madrid era como si perdiese la piel de indiferencia y olvido que el tiempo había agregado a la memoria, y todas las cosas me herían como recién sucedidas, la misma luz del pasado, los raíles de los tranvías brillando después de la lluvia sobre el adoquinado, la estatua blanca de Cibeles, no tapiada, no sepultada bajo muros de ladrillo y sacos terreros. Y al final los rumorosos árboles del Paseo del Prado y las verjas del Botánico, el hotel que ahora se llamaba Nacional, la encrucijada plana donde emergía del horizonte como un pináculo de cristal y de hierro la estación de Atocha, su forma tan extraña, como enterrada o sumergida a medias, la miseria movediza y sombría de sus proximidades.

Esta vez yo no quería hacer dilaciones ni treguas, sólo llegar allí y hacer lo necesario y volver a mi casa en el primer avión y no acordarme de nada ni regresar nunca, y por eso ni siquiera busqué un hotel donde alojarme aquella noche, porque cada minuto que permaneciera en Madrid estaría atrapándome como una de esas ciénagas que se abren a veces en el tiempo sin permitir retroceso ni avance: dejaría en la consigna de la estación mi bolsa de viaje, y en todo caso, cuando mi tarea hubiera concluido, me iría a dormir a un hotel grande y con apariencia de recién inaugurado que había visto junto a la carretera del aeropuerto, fuera de la ciudad, en la tierra de nadie donde se levantaban armazones de edificios en construcción y cobertizos de fábricas o de almacenes de chatarra.”  Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina.

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