La ría de Vigo protagoniza las novelas de Domingo Villar. Éstas evocan los itinerarios que recorren los turistas que llegan en los cruceros al puerto y que se aventuran durante algunas horas a recorrer sus más bellos rincones. El centro histórico, la zona industrial reformada y bulliciosa con las actividades de la ría, así como las nuevas zonas comerciales que hacen las delicias de los amantes de la moda más atrevidos. Pero Vigo esconde muchas más sorpresas: los parajes naturales que la rodean, sus playas (sobre una de las cuales aparece el cadáver del marinero con las manos atadas) y una gastronomía que hace las delicias de los visitantes de esta ciudad que fué además escenario de algunas de las historias fantásticas de Julio Verne en sus 20.000 leguas de viaje submarino.
La ria de Vigo est protagoniste des romans de Domingo Villar. Ceuxci évoquaient déjà les itinéraires que parcourent les touristes qui arrivent au port par croisière et qui s’aventurent quelques heures à parcourir ses plus beaux recoins. Le centre historique, la zone industrielle réformée et bouillonnante d’activités de la ria, de même que les nouvelles zones commerciales qui font les délices des plus fashions y sont mis en évidence. Mais Vigo cache bien plus de surprises: les sites naturels qui l’entoure, ses plages (sur l’une desquelles le marin du roman apparait ligoté) et une gastronomie qui font les délices des visiteurs de cette ville qui fut également la scène de certaines des histoires fantastiques de Jules Verne dans ses 20.000 lieues sous la mer.
«El inspector seguía especulando cuando en la calle Cánovas del Castillo se cruzó con decenas de turistas recién desembarcados en el muelle de transatlánticos. Unos acudían a los puestos de las ostreras en el mercado de la Piedra, otros a las tiendas del nuevo centro comercial, levantado como un parche oscuro en el ojo de la ciudad que mira al mar.
Antes de llegar a las arcadas de la Ribeira, torció por la calle Real y ascendió por el casco viejo. Manuel Trabazo tenía razón. Antes apenas había casas feas.
Miró la hora. La caminata le había dejado poco tiempo para comer. Entró en una tasca, pidió un bocadillo de jamón asado y una copa de blanco y se sentó en la barra pensando en Estévez. Lo imaginó devorando ensaladas en cualquier lugar cercano.
Se levantó después del café y caminó por la calle de la Palma junto a la concatedral. Por una calleja lateral vio a los camareros de los bares de la plaza de la Constitución montando las mesas de las terrazas. Como un animal que estiraba sus huesos tras un sueño prolongado, la ciudad se desentumecía bajo el sol.
La playa de los ahogados, Domingo Villar.