«Cuando lleguen al alto de Sobrepuerto estará, seguramente, comenzando a anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos esa noche: José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Benito el Carbonero, Aineto y sus dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello —y de los palos y escopetas de que, sin duda alguna, han de venir armados—, una sombra de miedo y de inquietud envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos señalará ya con la mano en la distancia.
A lo lejos, frente a ellos, en la ladera opuesta de la montaña, los tejados y los árboles de Ainielle, ahogados entre peñas y bancales, comenzarán ya entonces a fundirse con las primeras sombras de una noche que, aquí, contra el poniente, llega siempre mucho antes.»
La lluvia amarilla
Anielle existe. Y existe no solo en la ficción. Llamazares nos lo recuerda desde la antesala de la novela: “En el año 1970, quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten […]”, aunque los personajes son “pura fantasía del autor”. Sin embargo, a lo mejor, “bien pudieran ser los verdaderos” (aunque él no lo sepa).
Volver a recuperar Anielle es una utopía, pero no lo es tanto hacer una ruta, recorrer sus caminos, encontrar las huellas de Andrés y seguir sus pasos: “Así, cada primer sábado de octubre, pueden subir a Ainielle para hacer una marcha cultural en las que charlan sobre arquitectura o etnografía de estos pueblos y suena la música. Es imposible volver a habitar el Sobrepuerto, sería una quimera. O no hay infraestructura o es imposible recuperarla. Pero sí queremos que sobreviva el recuerdo de aquellos hombres con un carácter forjado por la montaña, nos cuenta Isabel Manglano, la presidenta de la Asociación O Cumo, que organiza las marchas y el mantenimiento del camino.”
En la escritura del autor leonés no se oculta el homenaje a todos esos pueblos que fueron desapareciendo y la tragedia que sufrieron sus habitantes cuando se vieron obligados a emigrar y abandonar su casa y sus orígenes.
“Han pasado quince años desde entonces. Quince años de silencio y de nostalgia. Quince años marcados por el signo de la resignación y el éxodo. Como un pueblo maldito, arrojado de la tierra donde durante siglos vivieran sus abuelos y sus padres, aquellos campesinos montañeses tomaron el camino que habría de llevarlos a lejanas ciudades, desconocidas muchas veces, donde poder fundar un nuevo hogar y encontrar un nuevo puesto de trabajo: ajena a sus temores y problemas, la vida seguía rodando normalmente. Lo que ya nunca podrían encontrar sería aquella paz rural perdida y el remedio a una nostalgia que, lejos de extinguirse con los años, se acentúa y agranda…”
Julio Llamazares, En Babia, 1991.
Para acompañarlo en este homenaje os dejamos esta página donde podéis encontrar muchos de los pueblos que, como Ainielle, han sido abandonados en la provincia de Huesca:
Si ya estáis instalados en Ainielle y nos queréis contar que sentís escuchando la voz de Andrés entre las páginas de La lluvia amarilla, nos gustaría que lo compartierais para sentirnos acompañados en esta solitaria lectura.
Valentina, la bibliotecaria del centro de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia) en Barbastro, nos da unas sugerentes pautas de lectura. No os las perdáis.
Estoy iniciando la lectura de La lluvia amarilla. Desde las primeras páginas comenzó a invadirme una tristeza enorme al imaginar a Andrés como el último habitante de Ainielle, verlo recordando los tiempos donde la gente subía al pueblo por las fiestas de otoño o de Navidad; y como, desde que murió Sabina, su mujer, quedo completamente solo, olvidado de todos, condenado a roer su memoria…
Qué inicio tan desgarrador.