La muerte de un miembro de la comunidad también estuvo estrictamente codificada; por ello sabemos que, en el siglo XVIII, tras el fallecimiento se lavaba cuidadosamente su cuerpo y se le amortajaba, enterrándolo sin poner en una caja ataúd. Si era posible se le alojaba en un cementerio sefardí aunque, recientemente, muchos miembros de dicha comunidad eligieron el mayor cementerio askenazí de Estambul.
Era costumbre que los siguientes siete días a la muerte sus familiares no salieran de casa y en los treinta días posteriores los hombres de la familia no se rasuraban los cabellos; por su parte las viudas tenían la costumbre de vestir de negro el resto de sus vidas. Pasado un tiempo, los parientes disponían una lápida junto a la tumba donde grababan la edad del difunto, el día de su muerte y que empleo público tuvo. Era costumbre anual llevar a cabo el «Yahrzeit», la visita a la tumba de los padres.
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