Los habitantes de La Portuguesa no eran muchos y además eran todos adultos, sus hijos habían emigrado a Puebla, a Monterrey o a la Ciudad de México y allá habían nacido sus nietos. Vivíamos una vida mexicana y sin embargo hablábamos en catalán y comíamos fuet, butifarra, mongetes y panellets, y los 15 de septiembre, el día de la independencia, permanecíamos encerrados en casa porque los mexicanos de Galatea y sus alrededores tenían la costumbre de celebrar esa fiesta moliendo a palos a los españoles. (Los rojos de ultramar)
A pesar de que la novela es un alegato a la memoria, y esta podría entenderse únicamente como nostalgia, las únicas referencias al pasado como añoranza se dan en la utilización de la lengua, el recuerdo gastronómico, y las sesiones dominicales de diapositivas de las Ramblas.
Los exiliados siempre piensan que están en el país de asilo temporalmente. Sin embargo, Arcadi se va dando cuenta poco a poco de que lo que ha conseguido en México es una garantía de futuro y quizá lo que lamenta es que ese futuro le ha sido impuesto. Por eso afirma Rosario Colchero Dorado en su tesis “Recuperación del olvido en Los rojos de ultramar de Jordi Soler” (Universidad de Chapel Hill, 2008) que ante esa circunstancia de una vida más o menos impuesta la consecuencia es “la idea de participar en el complot para matar a Franco. Identificar a este personaje histórico como la razón por la que no han podido decidir acerca de su vida en España, y la idea de negarle cualquier opción a Franco, mediante un atentado contra su vida que está en manos de estos exiliados, supone un mínimo retazo de ese control perdido”.
La novela muestra este exilio mexicano de la familia de Arcadi como un relato de ida y vuelta, un intento de recuperar el futuro rindiendo cuentas con el pasado a través del complot contra Franco y, por otro lado, la conciencia de que su familia, de que las generaciones posteriores, son plenamente mexicanas y, por tanto, viven en su tierra y labran su propio futuro. Bien visto lo que le queda de España es la voz de su hermana que escucha al otro lado del teléfono una vez al año, una hermana a la que hace treinta años que ya no ve.
Si bien pudiéramos entender, como afirma Colchero, que hay un proceso de transculturización, la realidad es que, del lado de los exiliados, Arcadi se siente en México tan extraño como ese elefante que escapa del circo y se queda vagando por La Portuguesa. Los mexicanos, por su parte, siguen viendo a los españoles como los conquistadores, así la fiesta nacional -tal y como señalábamos- finaliza “moliendo a palos a los españoles”. Por mucho que los propietarios de la plantación quieran dar a sus empleados de unas condiciones igualitarias en un intento de expulsar aquello contra lo que lucharon como combatientes republicanos, la realidad es que las diferencias entre trabajadores nativos y patronos permanecen. No hay conflicto “siempre y cuando los morenos entiendan que los blancos mandan” (Los rojos de ultramar). Hay alambradas que se repiten, como la de la casa en la plantación que, en realidad, llama al recuerdo al lector de aquella que encerró a Arcadi en Francia.
Un elemento más que contribuye a esta separación irreconciliable es el privilegio de poseer una televisión. Mientras la familia se sienta delante del televisor a divertirse con “la magia” de Uri Geller, fuera de la casa se agolpa la gente intentando verla por la ventana.
Incluso cuando intentan que Lauro y su madre dejen de ser criados y tengan una vida igual a las suyas fracasan porque hay algo en el destino de los nativos, de “los morenos”, que no ha cambiado con el paso de las generaciones y que permanece como un signo de una desigualdad atávica. “Soler nos introduce los temas que han sido claves en la descripción de América desde las primeras crónicas de Colón, la naturaleza, el hombre y la hipérbole” (Colchero). Será Rodríguez, el representante del gobierno mexicano en Francia, quien le anticipe a Arcadi lo que se va a encontrar: “el fatalismo histórico, la imposibilidad de superar un tiempo cíclico y el determinismo que parece ser la historia de México en particular y de América Latina en general.” (Colchero).
Pero Arcadi ya está pensando que “su guerra fue la guerra de otro”: ya no es el mismo joven que tuvo que huir derrotado para salvar su vida y la de los suyos. Ahora es un empresario de éxito. Ya tiene un nieto en tierras mexicanas, la idea de matar a Franco parece incompatible con su nuevo futuro. A pesar de esta racionalización, hay elementos que constantemente juegan en la novela como metáfora y recuerdo de ese pasado que sigue muy presente en la vida de Arcadi: el brazo que pierde en un accidente (no adelantaremos cuál) nos recuerda “el exilio republicano [que fue] extirpado de la historia oficial de España” (Los rojos de ultramar); la prótesis del brazo que hay que limpiar para que no entre ningún bicho: “la imagen de blanquear, con polvos de talco lo que pudiera llamar la atención por su ausencia (es decir, el medio millón de personas que abandonaron el país)” (Colchero).
En la misma línea se manifiesta la enumeración de insectos que asolan a la familia. Si no estamos muy familiarizados con esta fauna, nos perderemos a partir del primer nombre “polillas, mayates, cigarrones, catarinas y campamochas”. Estamos ante un narrador mexicano y ante un relato que como las crónicas antiguas hablan de la exuberancia de la naturaleza. Es un espacio mexicano construido con la mirada europea, aunque transformado por los elementos autóctonos.
En La Portuguesa los lectores acabamos participando del distanciamiento, de la contradicción, del llanto de Arcadi, aquel que reconoce “que su guerra había sido la guerra de otro”, un desconsuelo “manso, bajito, atroz”. ¿Lo compartís?
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