Cuando llegaron al Estambul del sultán Bayaceto II (r.1481-1512) los sefardíes, expulsados y con buena parte de sus bienes retenidos en la península ibérica, obtuvieron del gobierno otomano y de las comunidades judías locales una acogida que les permitió levantar cabeza. Desde entonces, y a pesar que consideraban a sus vecinos turcos algo extravagantes (decían de ellos que «lo toman todo de la kola»), se convirtieron en fieles súbditos del país de acogida.
Aportaron, entre otras cosas, el uso de la imprenta (aunque limitado a ediciones con el alfabeto occidental) y conocimientos sobre la fundición de metales como el cobre para la fabricación de armas, así como perfeccionaron el uso de la pólvora. También son reconocidas sus habilidades en la curtiduría y la repostería, que podemos apreciar en el uso del turco actual de términos como «masa» (de mesa, pues la costumbre turca era comer en el suelo) o «pandispaña» (que es el nombre del bizcocho).
El argot turco también se vio enriquecido por términos como «papel» (sinónimo de dinero, por los primeros billetes que se pusieron en circulación), «manita» (por novia, del dicho castellano «hacer manitas») o «palabras» (que se entiende como mentira, por los compromisos incumplidos de algunos mercaderes).
Rompiendo con el legado filosófico de Al-Ándalus, la mayor parte de sefardíes se consideraban «pasadores de ora», es decir, dedicados en exclusiva a asuntos profanos y prácticos: a finales del siglo XIX y principios del XX una parte sustancial de la comunidad eran pequeños propietarios de negocios mientras que el 45,9% del total se dedicaban a trabajos no cualificados.
En esta sección trataremos desde la organización político-religiosa de la comunidad sefardí en los últimos 500 años, a la evolución de sus expresiones culturales, pasando por la descripción de algunas de sus más llamativas costumbres folclóricas a la explicación de cómo fue su vida diaria durante este largo periodo.
Como la mayor parte de sociedades de la época, la sefardí estaba claramente dividida entre una clase alta alfabetizada y una baja poco formada, predominando además los textos de tipología religiosa. Para estos últimos el género favorito era el romancero, que habitualmente relataba experiencias de la comunidad en la península ibérica, y que se acompañaba de estrofas musicales.
Uno de los romances más populares en Estambul la historia de «Don Bueso y su hermana», sobre el viaje de este por Europa para rescatarla. El «Purim de Zaragoza» sería una aportación de la familia Samuel al corpus religioso de las comunidades otomanas, relatando el milagroso rescate de unas familias de la amenaza mortal de Fernando el Católico.
En 1730 el rabino Yakob ibn Kuli escribió Me’am Lo’ez’ («La enciclopedia de los sefardíes orientales») en el que hacían comentarios en ladino sobre la Torá, y que tendría sucesivas reediciones hasta 1899. De aquella época, y también en la línea de educar religiosamente a su comunidad, tenemos en 1749 el Shevet Musar («La vara de la moral») de Abraham Hakohen.
El laicismo impregnaría la sociedad sefardí en el siglo XX, muestra de ello son comedias teatrales tipo «Ocho días antes de Pesah» (1909) sobre las dificultades para modernizarse de una familia de barrio humilde, y «Musiu Jac el Parisiano quere esposar» (1929) a propósito de los esfuerzos de unos padres iletrados para emparejar a su hija.
Durante el Antiguo Régimen otomano, uno de los puntales de la cohesión comunitaria era la religión (de ahí que se organizaran en torno a sinagogas); sin embargo, en tiempos más recientes el idioma ladino ocupó su lugar como elemento identificador, precisamente en un momento de claro retroceso frente al turco.
En la península ibérica no existe un dialecto especifico que podamos considerar el origen del ladino pues, en el Estambul del siglo XV, vinieron a encontrarse comunidades judías de lugares tan dispares como Granada o Navarra y, aunque el elemento castellano predominaba por razones demográficas, las influencias del italiano y otras lenguas mediterráneas le darían un carácter único.
Además, la convivencia con otras comunidades como la griega y la llegada en el siglo XIX de sefardíes de los Balcanes conllevarían una evolución en la lengua (por ejemplo, al tenedor le llaman «piroúni» como los griegos).
Campañas de acoso como la que en la década de 1930 apoyaría el judío Munis Tekinalp con eslóganes tipo «Ciudadano, ¡habla turco!» golpearon profundamente la voluntad de varias generaciones de preservar el ladino, lo que, junto a la entrada de la mujer en el mercado laboral, supuso el declive del idioma. A día de hoy, incluso la ceremonia religiosa del var-mitzbah se hace prácticamente toda en turco.
La llegada de los primeros sefardíes, con sus contactos comerciales allende de los mares, dieron a muchos una cierta influencia en el campo económico: había cambistas, vendedores de textiles de lujo, funcionarios de cecas y de aduanas…etc. Sin embargo, donde despuntaron durante más tiempo fue en el servicio médico del sultán (en cuyo equipo llegó a haber 41 doctores judíos frente a 21 musulmanes); lo que les daba una relevancia pública y determinados privilegios como el de montar a caballo o no pagar impuestos.
Ya en el siglo XVII sabemos que un 70% de los sefardíes se ganaban la vida como pequeños tenderos, incrementando sus modestos beneficios ofreciendo sus trastiendas para citas amorosas. La llegada de comerciantes europeos a Estambul y a Egipto (donde muchos sefardíes emigraban por trabajo) en el siglo XIX les ofreció nuevas oportunidades como agentes de compañías de seguros y de bancos, así como traductores y artesanos.
Para la mayor parte de sefardíes la entrada a la modernidad no fue un camino de rosas, dedicándose muchos en el distrito europeo de Pera a la prostitución, y otros a engatusar a los compradores extranjeros: se conoce que a los sorprendidos españoles se los ganaban con refranes en ladino, cantares medievales y asegurando que viejas llaves pertenecían a sus casas en la península ibérica.
En cuanto al oficio de las armas, los judíos habían sido excluidos del sistema de selección jenízaro de reclutas, sin embargo, de vez en cuando eran llamados a integrar una milicia y, para cuando el sistema militar se regularizó a comienzos del XX, con la excepción de algunos oficiales, buena parte de los sefardíes fueron dedicados a los trabajos pesados.
De la península ibérica los sefardíes trajeron un corpus ritual característico que, al llegar a Estambul, pervivió en nombre, forma y que en algunos casos se fusionó con el que practicaban los judíos romaniotes y askenazíes. Con la excepción del pseudo-profeta Zevi en 1666, los rabinos de cada congregación se abstuvieron de realizar modificaciones profundas en los ritos.
Es de destacar que un calendario que indicaba las fiestas, ayunos y horas para rezar se denominaba «Orario»; que llamaban «Tik» a la caja que protegía la Torá y «Puntero» o «Yad» al palo con el que podían seguir el texto sagrado sin tocar el libro. Asimismo, aportaron nuevas festividades al ancestral «Purim» (en Pascua), que conmemoraba la salvación de los hebreos en el Imperio persa, con una versión moderna ambientada en la Zaragoza de 1492 y que aún hoy es leída por las congregaciones en hebreo, ladino y turco.
La religión siguió trasmitiéndose a través de las escuelas rabínicas y/o mediante chicos mayores a los menores, en tiempos otomanos en ladino a través del alfabeto hebreo y con la Republica usando caracteres latinos. La imposición de una visión secular de la sociedad contribuyó a la gradual eliminación de los amuletos mágicos enrollados en el cuerpo, mientras que la educación obligatoria en turco llevó a que el ladino se perdiera como lengua de comunicación en la sinagoga.
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