Cuando llegaron de la península ibérica, los sefardíes guardaban muchas tradiciones típicas de sus comunidades originales que se justificaban por su relación con la mayoría cristiana de aquel lugar, por ejemplo, a los niños que no se portaban bien se les asustaba con la llegada del apóstol cristiano «Sanpavlo». Asimismo, durante todo este tiempo se han caracterizado por gesticular mucho al hablar, tal como hacen españoles o italianos.
Como la mayoría de sus contemporáneos, los sefardíes guardaban una relación muy próxima con la religión y el mundo mágico, por lo que era habitual que portaran enrollados al cuerpo amuletos escritos en hebreo que los protegieran. Para asuntos más mundanos se valían de la crítica social, así que a las personas sin aspiraciones intelectuales las llamaban «pasador de ora», a aquellos que fracasaban en sus proyectos les denominaban «azno» (aunque también aplicaban dicha animalización a los que trabajaban arduamente).
No fueron por otro lado una comunidad inmune a las influencias ajenas: para los sefardíes estrechar la mano de otro se reservaba exclusivamente para cerrar acuerdos comerciales, pero con la estandarización de este saludo al modo francés, lo asumieron también en el siglo XX; del mismo modo que pronto asumieron fórmulas de respeto del estilo otomano, así que a un Yakub Levi, en lugar de llamarle señor Levi le decían Yakub Bey.
Estas filtraciones culturales a menudo procedían de las altas esferas, cuyos contactos con el extranjero menudeaban. En ocasiones estas relaciones se convertían en excesivamente estrechas y la comunidad sefardí, encerrada en sus tradiciones rechazaba (especialmente a raíz del pseudo-profeta Zevi): de este modo el medico de palacio Abravanel se convirtió a mediados del siglo XVII en el musulmán Hayatti Zade, y Abraham Camondo fue acusado de «cristianizar» a la juventud.
Tratándose de una población que en el Imperio otomano podría considerarse «clase media», un prudente alejamiento de la política nacional y una religiosidad calculadamente discreta, podemos afirmar que solo a través de las costumbres y el mantenimiento de algunas tradiciones llegaremos a comprender el mundo sefardí.
En las comunidades sefardíes existía una gran presión para que las mujeres se casaran con judíos, llamándoles la atención con el término «novya», sin embargo, la costumbre dictaba que las hermanas debían casarse por orden de nacimiento.
El jueves anterior a la boda el padre del novio suele costear los gastos de la «Tivilá» (inmersión), un baño de purificación ritual tras el que, una amiga de la familia en situación responsable se encargaba de la «noche d’alheyna» en la que se depilaba y maquillaba a la novia. Por su parte el novio dedicaba el «sabat de besamano», el sábado anterior a la boda, a ofrecer regalos a la novia.
En el «espozoryo», la fiesta de casamiento, invitados y familiares acudían para celebrar el acuerdo del novio con el padre de la novia con el testigo del rabino; ahí se hacía saltar a la novia tres veces por debajo del tálamo nupcial como símbolo de haber pasado el mayor peligro de su vida.
Luego se firmaba el contrato matrimonial («kontenyiendo las kondisyones del kazamiento») y se entregaba una primera parte de la dote («el kontado»). Después, unos miembros prominentes de la comunidad denominados «presyadores» examinaban la dote y daban un valor. Durante la exhibición del ajuar de la novia era costumbre que se cantara la kantika del «regateo de las consuegras» y al final de la comida de boda lo habitual era que las dos familias se enzarzaran en un duelo jocoso de coplas con frases tipo: «Las de la novia comen pescado, las del novio lamben los platos…».
Más tarde y para comprobar que el matrimonio hubiera sido consumado, una mujer tomaba las sabanas de la cámara nupcial y se las mostraba a los padres como prueba de la castidad de la novia. Se cerraban las ceremonias el sábado siguiente a la boda con el llamado «sabat del novio».
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